LIBERTAD DE
EXPRESIÓN y DERECHO AL HONOR
Morris Sierraalta
Peraza
La
libertad de expresión es, sin duda, un derecho fundamental, no sólo al ser
humano, sino a la vida democrática contemporánea. A la persona humana sirve
como elemento del desarrollo individual y social, además, ese desarrollo, por
otra parte, alimenta el libre debate de ideas propio de una sociedad liberal. Sin
embargo, ese derecho, como todos, no es absoluto ni supremo, por el contrario,
se erige como un principio de derecho fundamental más entre muchos otros, donde
debe procurar encontrar su máximo alcance en armonía y sin menguar el libre
ejercicio de otros que podrían, eventualmente, llegar a tener igual o mayor
importancia.
Con
frecuencia se puede observar cómo acalorados debates políticos subidos de tono
trascienden la esfera funcionarial para llegar a atacar personalmente a quienes
ocupan el estrado público de la vida social. Ese ataque puede estar movido por
un propósito altruista de mejorar las políticas públicas, que es precisamente
el tipo de intención que busca proteger la garantía de la libertad de
expresión; pero por el contrario, puede también ser un medio muy idóneo para
quien maliciosamente desea lesionar a aquel personaje público a quien critica
cubierto por el manto elástico de la libertad de expresión.
Es
bien sabido que la garantía a la libertad de expresión encontró su primer gran
obstáculo en la penalización de la crítica política, que criminalizaba a
quienes procuraban criticar, de buena fe, las gestiones públicas. No obstante,
el derecho a expresarse libremente se impuso ante esa traba que procuraban
poner los funcionarios estatales en resguardo de cuotas de poder heredadas de
estados absolutistas y totalitarios. También es harto reconocido que el libre
tráfico de ideas debe privar antes que la majestad del poder público, pues la
esencia misma de la democracia así lo exige.
Por
ser lo anterior tan obvio es que no se pretende, en estas líneas, profundizar
sobre un tema que goza del respaldo de los más serios juristas y de los más
prestigiosos tribunales del continente y del mundo; es necesario ir más allá. Lo
que se desea es arrojar al foro del debate jurídico la posible incompatibilidad
de la penalización de ataques al honor de los particulares con la garantía de
la libertad de expresión.
Es
inútil ahondar en que la facultad libre de expresarse nutre sanamente la
democracia; en que la crítica política necesita un cómodo espacio de movimiento
(breathing space) que permita un desinhibido debate; en que se ha restringido
la penalización de la crítica política con conceptos como el de la real malicia
y la derogatoria de las leyes de desacato pero ¿dónde se dibujan los límites a
la libertad de expresión cuando no se trata de ataques al honor de funcionarios
públicos, sino a simples ciudadanos desconocidos por la sociedad general?
El
límite más drástico a la libre expresión es la censura previa, límite que hoy,
gracias al avance de la ciencia jurídica y a los logros alcanzados en materia
de derechos humanos, se ha dejado atrás. Sólo se admite, de forma absolutamente
extraordinaria y excepcional, el practicar la censura cuando a través de la
palabra, escrita u oral, se atente seriamente contra el orden público o la
seguridad de la nación.
No
obstante lo anterior, no podemos dejar de lado que el ejercicio de un derecho
no puede ser desmedido ni irresponsable y, en cuanto al límite de la libertad
de expresión, se establece, fundamentalmente, la responsabilidad ulterior. Sin
embargo se debe garantizar que el mensaje pueda ser difundido para permitir que
sus receptores puedan evaluar si el contenido del mensaje amerita o no la
responsabilidad que pueda acarrear, pero, más importante aun, para que pueda
justificarse la sanción en una conducta ya realizada y no por realizar.
Frecuentemente
se puede percibir una contradicción entre el derecho a expresarse libremente y
el derecho que los sujetos tienen al respeto de su honor y reputación. Ambos
son derechos humanos reconocidos y garantizados constitucionalmente, pero no
son ocasionales las dudas que provoca en determinados casos de aplicación, la
preeminencia de uno u otro.
Ahora
bien, esa responsabilidad ulterior, cuando de delitos contra el honor se trata,
se ha bifurcado en dos órdenes: civil y penal, la última de las cuales está
condenada a desaparecer.
En
cuanto a la responsabilidad civil puede observarse, por una parte, que se ha
exigido a los medios de comunicación el deber de otorgar espacios para las
rectificaciones o las réplicas que puedan solicitar quienes se sientan agraviados
por las informaciones que se difunden en esos medios.[1] Parece
muy verosímil esta forma responsable de reivindicación siempre y cuando el
ataque al honor se produzca a través de un medio de comunicación.
Asimismo,
por otra parte, es bien sabido que los daños que se ocasionen a bienes
jurídicos ajenos deben ser reparados conforme a las disposiciones del Código
Civil venezolano.[2] Esa
reparación merece, frecuentemente, una demanda previa ante los tribunales
civiles, donde debe evidenciarse el daño efectivamente causado a la reputación
del sujeto, para finalmente obtener una indemnización que repare el honor o la
reputación dañado, sin embargo, no se exige de forma alguna que la intención
del expositor haya sido causar ese daño pues basta, para el establecimiento de
la responsabilidad civil, la existencia de un nexo causal que atribuya el
resultado dañoso al agente difamador, aunque su intención haya sido muy noble.
En
otro orden de responsabilidades encontramos que nuestro legislador quiso fueran
penados aquellos quienes en uso abusivo de la libertad de expresión lesionan el
honor y dañan la reputación de algún sujeto en particular. Recordemos que se
trata, no de poderosos funcionarios estatales o de personajes del foro público
nacional, sino de aquel simple ciudadano sobre quien se divulgan informaciones
que menosprecian, no sólo la vida profesional, sino hasta la vida personal y
familiar.
Veamos
algunos de los elementos del delito de difamación que pueden o no contribuir a
su incompatibilidad con el ejercicio libre de la expresión.
La
difamación es un delito de peligro.
El delito de difamación se perfecciona con la simple potencialidad de daño, sin
que el difamado tenga que probar que se lesionó efectivamente su honor o
reputación. Esta disposición resulta más represiva y se atenta contra la
libertad desinhibida de expresión ante el temor de una responsabilidad penal.
El
delito de difamación exige un elemento
subjetivo doloso. Para el perfeccionamiento de los delitos contra el honor,
así como para cualquier otro delito (salvo pocas excepciones) se hace necesaria
la evidencia de una intención dirigida a la causar ese daño potencial. En otras
palabras, la intención del agente debe estar dirigida a exponer la reputación
del difamado a un eventual daño. No es suficiente, ni siquiera, el que se obre
con negligencia grave. Como se puede observar claramente, este elemento podría
estar en sintonía con la conocida doctrina de la real malicia[3],
la cual exige, al menos una temeraria despreocupación acerca del daño que pueda
ocasionar (con la salvedad de que el delito de difamación no exige que los
hechos imputados sean falsos, como se verá), lo cual la haría compatible con la
forma de dolo que la doctrina ha llamado dolo
eventual.
No
es necesaria la veracidad de los hechos difamatorios.
Es un error común de quienes no manejan la norma penal con precisión, el
argumentar la verdad de los hechos como una causal de atipicidad del delito de
difamación, cuando nuestra legislación no se interesa en indagar la veracidad de
los hechos para entender como perfeccionado el delito contra el honor.
Salvo
los conocidos casos de excepciones de la verdad[4],
nuestro derecho penal no exige que los hechos imputados sean falsos, pues, tal
y como ha sido explicado anteriormente, se puede bien lesionar la reputación de
un sujeto con hechos verdaderos y nuestra norma penal busca proteger,
estrictamente, la reputación de las personas, sea esta buena reputación merecida
o no.
No
siempre protege a integrantes del género humano como sujetos pasivos. La difamación en el derecho penal venezolano puede
asimismo ser cometida contra la memoria de las personas. En este caso queda por
determinar si la protección constitucional al honor y reputación de las
personas humanas se puede extender a la memoria de aquellas después de
fallecidos, aún cuando ya, jurídicamente, no sean personas humanas. ¿Será que
puede justificarse una restricción a la libertad de expresión para salvaguardar
la reputación de una persona humana que ya no lo es? Pues nuestro Código Penal
así lo estipula.
Lo
que sí no puede ignorarse es la interpretación que dio nuestro Más Alto
Tribunal a los delitos de difamación e injuria, pues atribuyó a las personas
jurídicas protección penal contra los ataques a su reputación en perjuicio del
derecho humano a la libertad de expresión, cuestión que contradice las claras
tendencias jurídicas actuales dirigidas al debilitamiento de las normas penales
protectoras del honor.
La
difamación es un delito de acción privada.
Parece reconocer, el legislador, que el bien jurídico del honor no merece la
protección incondicional del estado a través del ejercicio de la acción penal
por vía del Ministerio Público, pues dejó en el ámbito privado de los sujetos
intervinientes la resolución del conflicto, el cual, incluso, es transable y
desistible.
En
definitiva nuestra legislación penal, en lo que a la protección del honor toca,
merece al menos una revisión sustancial para ajustarla a las exigencias del
derecho contemporáneo de los derechos humanos. Basta echar un vistazo a algunos
diarios y semanarios de circulación nacional o a algunos programas televisivos
de opinión para evidenciar que el instrumento penal es insuficiente para
inhibir la violación constante al honor de personajes públicos y no tan
conocidos de nuestro foro nacional.
Ahora,
en definitiva, la corriente dominante recomienda la derogatoria de los delitos
contra el honor en beneficio de la libertad de expresión para permitir su mejor
desarrollo. Tal corriente se puede observar del Informe sobre la Compatibilidad
entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana
sobre Derechos Humanos[5],
así como también de la
Declaración de Chapultepec adoptada por la Conferencia
Hemisférica sobre Libertad de Expresión celebrada en México,
D.F. el 11 de marzo de 1994[6].
Ambos instrumentos niegan tajantemente que exista compatibilidad entre los
delitos contra el honor y el libre tráfico de ideas y expresiones y dan preferencia
a este último sobre aquél por constituir un elemento fundamental de la libertad
democrática. Es evidente que no puede menos que darse acogida, en el derecho
interno, a tan autorizadas opiniones, mas es preciso tener presente que no
podemos olvidar que el derecho al honor debe gozar, por su parte, de un amparo del sistema de protección de derechos
humanos.
Lo
que sí es indiscutible es que los conocidos instrumentos jurídicos protectores
del honor no son eficaces en su fin, pues en definitiva, el honor lesionado de
un sujeto no se repara eficientemente con indemnizaciones pecuniarias, ni con
réplicas ni con penas; ninguna de estas herramientas permitirá que el lesionado
recupere su honor.
Es
necesaria una seria investigación jurídica que busque alternativas a la
protección del honor que gocen de una mejor compatibilidad con el derecho a la
libertad de expresión.
[1] Artículo
58 de la Constitución
de la República Bolivariana
de Venezuela y artículo 9 de la
Ley del Ejercicio del Periodismo.
[2] Artículo
1.185 del Código Civil venezolano.
[3]
Aplicada por la Corte Suprema
de los Estados Unidos de América en el caso “New York Times Co. Vs. Sullivan”
[4] El
artículo 443 de nuestro Código Penal vigente exime de pena a los sujetos
activos de la difamación cuando la verdad de los hechos quede establecida, pero
limita esta posibilidad a tres escenarios concretos: 1. Cuando el sujeto pasivo
de la difamación sea un funcionario público y los hechos imputados sean
relativos a sus funciones; 2. Cuando se iniciare o hubiese juicio pendiente
contra el difamado por los hechos mismos de la imputación; 3. Cuando el difamado,
voluntariamente, solicite que la decisión definitiva se pronuncie sobre la
veracidad de los hechos.
[5]
Entre otras cosas, la comisión consideró: “…que
la obligación del Estado de proteger los derechos de los demás se cumple
estableciendo una protección estatutaria contra los ataques intencionales al
honor y a la reputación mediante acciones civiles y promulgando leyes que
garanticen el derecho de rectificación o respuesta. En este sentido, el Estado
garantiza la protección de la vida privada de todos los individuos sin hacer
uso abusivo de sus poderes coactivos para reprimir la libertad individual de
formarse opinión y expresarla.”
[6] La
declaración, en su principio Diez, así como entre las contribuciones a los Diez
Principios, estableció: “Ningún medio de
comunicación o periodista debe ser sancionado por difundir la verdad o formular
críticas o denuncias contra el poder público. …/… Además, toda limitación a la
libertad de expresión y de prensa debe responder a la necesidad de sancionar la
producción de un daño manifiesto, claro y presente. No es suficiente la
responsabilidad objetiva ni la presunción de daño.”
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