martes, 21 de agosto de 2012

Breves consideraciones críticas acerca del tratamiento constitucional actual dado en Venezuela a la figura del Presidente de la República en cuanto su elección, duración de mandato, reelección, y legitimidad de la persona electa para ese cargo



Breves consideraciones críticas acerca del tratamiento constitucional actual dado en Venezuela a la figura del Presidente de la República en cuanto su elección, duración de mandato, reelección, y legitimidad de la persona electa para ese cargo

Francisco José Banchs Sierraalta

La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, que actualmente rige desde el año 1999, consolidó importantes aspectos variantes en relación a la antigua Constitución de la República de Venezuela del año 1961, en cuanto a lo que se refiere a la investidura del Presidente de la República, que, como en ambas Constituciones, sin embargo, fue establecido, representa la Jefatura de Estado y, a su vez, la Jefatura de Gobierno, es decir, del poder Ejecutivo Nacional, el cual además se conforma por otros funcionarios como el Vicepresidente Ejecutivo, y los Ministros.
Estas importantes variantes que el Constituyente consideró al respecto, evidentemente han sido objeto de críticas que sostienen sus bondades, y en oportunidades, sus desventajas al pueblo venezolano. Más allá de ello, comentemos algunas interesantes circunstancias respecto al actual tratamiento constitucional dado a la investidura del Presidente de la República, sobre todo no en cuanto sus atribuciones, sino más bien en cuanto esa inminente relación, y sus efectos, entre el sujeto que ejerce el cargo y el cargo mismo, tomando en cuenta las disposiciones constitucionales que norman y organizan, sistemáticamente, su elección democrática, la duración en el ejercicio del cargo, la posibilidad de reelección –ahora indefinida por reforma, no así considerada por el Constituyente- y el mantenimiento de su legitimidad democráticamente otorgada.
Pues bien, un particular elemento que nos llama la atención, y que creemos tiene que ver con la progresividad en la máxima expresión de la democracia, es lo referente a lo necesario para la proclamación de un candidato como Presidente la República: la cantidad de votos válidos obtenidos en elección (i) universal –todos los ciudadanos inscritos en el registro electoral- (ii) directa –por voto de cada elector a quien en efecto se postula como candidato a la Presidencia- y (iii) secreta – con resguardo de la identidad de cada elector-.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en ese sentido, establece la necesidad de obtención de “mayoría de votos válidos”, lo cual, en su lugar, habría sido establecido por la antigua y derogada Constitución de la República de Venezuela del año 1961, como “mayoría relativa de votos”. Tal “mayoría” o “mayoría relativa”, no es más la expresión de la necesidad de obtener más votos que cada uno de los demás candidatos postulados a la elección. Ello, a lo que se refiere es simplemente a que no es necesaria la aprobación de una verdadera mayoría respeto a todos los electores (más del cincuenta por ciento participante), sino una mayoría respecto a la cantidad de electores en relación a cada candidato (mayor porcentaje participante con respecto a cada uno del resto de los candidatos).
Creemos en una mayor expresión de democracia en nuestros días, que otorgaría una más firme legitimidad al sujeto que, habiéndose postulado para el cargo de Presidente de la República, obtenga la aprobación de más del cincuenta por ciento de los electores participantes con la expresión de su voto. Ello parece no ser posible a menos de ser sólo dos los candidatos que se postulan al cargo. Pues bien por supuesto que lo es, a través de la conocida “segunda vuelta” que consiste en la contienda electoral de dos candidatos quienes en una primera etapa resultaron vencedores: uno con más votos que cada uno de los demás, y otro con menos votos que éste pero con más que el resto.
En opinión de quien suscribe, esta “segunda vuelta”, no incluida en nuestro sistema de elección al cargo de Presidente de la República – o algún otro cargo de elección popular- otorga mayor firmeza a la legitimidad que en su cargo tiene quien resulta ser electo, debido a que ha sido así expresado, si se quiere, con un ejercicio democrático de mayor contundencia: más de la mitad de los electores participantes lo aprueban. Al no ser ello así, podría plantearse un escenario en el que la persona del Jefe de Estado y del Ejecutivo no cuente con la aprobación, si se quiere[1], de la verdadera mayoría de electores.
Ahora bien, en Venezuela, en cuanto a la duración preestablecida para el ejercicio del cargo de Presidente de la República, podemos decir que varió lo que establecía al respecto la antigua Constitución de la República de Venezuela del año 1961, en relación con lo que establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que rige desde el año 1999, al cambiar de cinco años, a seis. Pues bien, al día de hoy, aun cinco años creemos que es, aunque no excesivo, inadecuado. Sobre todo tomando en cuenta la posibilidad de reelección por una sola vez, apenas considerada por el Constituyente del año 1999 –el mismo que consideró seis años para el ejercicio del cargo- y más aun la posibilidad de reelección indefinida, posteriormente introducida en la Carta Fundamental a través de la reforma constitucional.
Ya de por sí, un período preestablecido de seis años para el ejercicio del cargo de Presidente de la República – que es susceptible de ser otorgado a un sujeto con la aprobación de menos del cincuenta por ciento de los electores participantes- representa cierto riesgo en cuanto a la pérdida de legitimidad a consecuencia de su gestión como Jefe de Estado y la vez Jefe de Gobierno. Riesgo este que se dilata con la simple posibilidad de reelección por una sola vez (originalmente así considerada por el Constituyente venezolano de 1999). Es decir, ello representa que un sujeto bien podría ejercer la Jefatura de Estado y de Gobierno por doce años consecutivos con la aprobación de menos del cincuenta por ciento del pueblo traducido en electores inscritos y participantes con el voto en la elección al cargo (sufragio activo). Tal circunstancia –que no necesariamente puede ocurrir- no parece en primer plano suficientemente acorde con el carácter participativo, electivo, alternativo, pluralista y de mandato de revocable que respecto al gobierno de República resalta la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en su artículo 6. 
Si ello lo consideramos así, cómo concebiríamos la posibilidad de reelección indefinida del Presidente de la República, o incluso de algún otro cargo de elección popular. No puede considerarse que el carácter alternativo, que en criterio de quien suscribe necesariamente ha de tener el gobierno de un estado democrático, pueda subsistir con un sistema con posibilidad de reelección indefinida por períodos de seis años, con la aprobación de menos de la mitad de los electores. Es importante tener en claro que si bien ello es tan solo una posibilidad, es un riesgo. El pueblo puede ser sabio, pero también ignorante, o bien puede equivocarse, o cambiar de parecer. En democracia, esto tiene que ser considerado con mayor cautela que la utilizada para considerar la posibilidad de una gestión impecable por parte del gobernante a favor del pueblo.
Evidentemente que en contraposición y descargo al riesgo que venimos comentando, podemos referirnos a la posibilidad de revocar un mandato presidencial a través de un referéndum que somete a la voluntad de los electores, a través del voto, la posibilidad de continuar o no en su cargo el sujeto inicialmente electo, es decir, validar su legitimidad, o desconocerla. Ello -por así decirlo, en honor a la inexistencia de una “segunda vuelta” en la elección al cargo- con la voluntad de la misma cantidad, o más, de los electores que habrían sufragado activamente para su elección, otorgándole el cargo.
Este sistema de referéndum revocatorio, si bien constituye un mecanismo de control en la legitimidad del gobernante, no parece bastar y ser suficientemente preciso y adecuado a la realidad venezolana, en la que a pesar de esa bondad no incluida en la antigua Constitución, persiste un período de ejercicio del cargo – de Presidente- muy largo tomando en cuenta la posibilidad de reelección indefinida. En conclusión, podemos indicar que en Venezuela, se ha preestablecido un período para el ejercicio del cargo de Presidente de la República que, al ser largo –de seis años- no comulga con la posibilidad de reelección por una sola vez, y mucho menos indefinida. Esos posibles largos períodos ponen riesgo la legitimidad de la persona que ejerce el cargo en democracia, que incluso puede haber sido concebida –esa legitimidad- de forma débil, con la aprobación de menos de la mitad de los electores al exigirse una simple mayoría respecto al cada uno del resto de los candidatos y no respecto, única y exclusivamente, a los electores participantes. A ello podemos adicionar, que es la misma persona la que ejerce la Jefatura de Estado y la de Gobierno.
De manera pues que, en opinión de quien suscribe, conveniente a la democracia, más cónsono con su progresividad, es considerar períodos presidenciales no tan largos, y con posibilidad de reelección por una sola vez; por supuesto sin dejar de un lado, la estructuración de un sistema de elección, que permita la aprobación, aunque forzadamente mediante la referida “segunda vuela electoral”, del más del cincuenta por ciento de los electores participantes.
Mientras más mecanismos de control existan para validar o fortalecer la legitimidad del gobernante, mejor y más acreditada democracia existirá.


[1] Decimos “si se quiere” porque en principio el elector participante en la segunda vuelta, quien participó en la primera, no necesariamente habría considerado al sujeto electo como el de su preferencia para ejercer el cargo.

jueves, 16 de agosto de 2012

LIBERTAD DE EXPRESIÓN y DERECHO AL HONOR


LIBERTAD DE EXPRESIÓN y DERECHO AL HONOR


Morris Sierraalta Peraza

La libertad de expresión es, sin duda, un derecho fundamental, no sólo al ser humano, sino a la vida democrática contemporánea. A la persona humana sirve como elemento del desarrollo individual y social, además, ese desarrollo, por otra parte, alimenta el libre debate de ideas propio de una sociedad liberal. Sin embargo, ese derecho, como todos, no es absoluto ni supremo, por el contrario, se erige como un principio de derecho fundamental más entre muchos otros, donde debe procurar encontrar su máximo alcance en armonía y sin menguar el libre ejercicio de otros que podrían, eventualmente, llegar a tener igual o mayor importancia.

Con frecuencia se puede observar cómo acalorados debates políticos subidos de tono trascienden la esfera funcionarial para llegar a atacar personalmente a quienes ocupan el estrado público de la vida social. Ese ataque puede estar movido por un propósito altruista de mejorar las políticas públicas, que es precisamente el tipo de intención que busca proteger la garantía de la libertad de expresión; pero por el contrario, puede también ser un medio muy idóneo para quien maliciosamente desea lesionar a aquel personaje público a quien critica cubierto por el manto elástico de la libertad de expresión.

Es bien sabido que la garantía a la libertad de expresión encontró su primer gran obstáculo en la penalización de la crítica política, que criminalizaba a quienes procuraban criticar, de buena fe, las gestiones públicas. No obstante, el derecho a expresarse libremente se impuso ante esa traba que procuraban poner los funcionarios estatales en resguardo de cuotas de poder heredadas de estados absolutistas y totalitarios. También es harto reconocido que el libre tráfico de ideas debe privar antes que la majestad del poder público, pues la esencia misma de la democracia así lo exige.

Por ser lo anterior tan obvio es que no se pretende, en estas líneas, profundizar sobre un tema que goza del respaldo de los más serios juristas y de los más prestigiosos tribunales del continente y del mundo; es necesario ir más allá. Lo que se desea es arrojar al foro del debate jurídico la posible incompatibilidad de la penalización de ataques al honor de los particulares con la garantía de la libertad de expresión.

Es inútil ahondar en que la facultad libre de expresarse nutre sanamente la democracia; en que la crítica política necesita un cómodo espacio de movimiento (breathing space) que permita un desinhibido debate; en que se ha restringido la penalización de la crítica política con conceptos como el de la real malicia y la derogatoria de las leyes de desacato pero ¿dónde se dibujan los límites a la libertad de expresión cuando no se trata de ataques al honor de funcionarios públicos, sino a simples ciudadanos desconocidos por la sociedad general?

El límite más drástico a la libre expresión es la censura previa, límite que hoy, gracias al avance de la ciencia jurídica y a los logros alcanzados en materia de derechos humanos, se ha dejado atrás. Sólo se admite, de forma absolutamente extraordinaria y excepcional, el practicar la censura cuando a través de la palabra, escrita u oral, se atente seriamente contra el orden público o la seguridad de la nación.

No obstante lo anterior, no podemos dejar de lado que el ejercicio de un derecho no puede ser desmedido ni irresponsable y, en cuanto al límite de la libertad de expresión, se establece, fundamentalmente, la responsabilidad ulterior. Sin embargo se debe garantizar que el mensaje pueda ser difundido para permitir que sus receptores puedan evaluar si el contenido del mensaje amerita o no la responsabilidad que pueda acarrear, pero, más importante aun, para que pueda justificarse la sanción en una conducta ya realizada y no por realizar.

Frecuentemente se puede percibir una contradicción entre el derecho a expresarse libremente y el derecho que los sujetos tienen al respeto de su honor y reputación. Ambos son derechos humanos reconocidos y garantizados constitucionalmente, pero no son ocasionales las dudas que provoca en determinados casos de aplicación, la preeminencia de uno u otro.

Ahora bien, esa responsabilidad ulterior, cuando de delitos contra el honor se trata, se ha bifurcado en dos órdenes: civil y penal, la última de las cuales está condenada a desaparecer.

En cuanto a la responsabilidad civil puede observarse, por una parte, que se ha exigido a los medios de comunicación el deber de otorgar espacios para las rectificaciones o las réplicas que puedan solicitar quienes se sientan agraviados por las informaciones que se difunden en esos medios.[1] Parece muy verosímil esta forma responsable de reivindicación siempre y cuando el ataque al honor se produzca a través de un medio de comunicación.

Asimismo, por otra parte, es bien sabido que los daños que se ocasionen a bienes jurídicos ajenos deben ser reparados conforme a las disposiciones del Código Civil venezolano.[2] Esa reparación merece, frecuentemente, una demanda previa ante los tribunales civiles, donde debe evidenciarse el daño efectivamente causado a la reputación del sujeto, para finalmente obtener una indemnización que repare el honor o la reputación dañado, sin embargo, no se exige de forma alguna que la intención del expositor haya sido causar ese daño pues basta, para el establecimiento de la responsabilidad civil, la existencia de un nexo causal que atribuya el resultado dañoso al agente difamador, aunque su intención haya sido muy noble.

En otro orden de responsabilidades encontramos que nuestro legislador quiso fueran penados aquellos quienes en uso abusivo de la libertad de expresión lesionan el honor y dañan la reputación de algún sujeto en particular. Recordemos que se trata, no de poderosos funcionarios estatales o de personajes del foro público nacional, sino de aquel simple ciudadano sobre quien se divulgan informaciones que menosprecian, no sólo la vida profesional, sino hasta la vida personal y familiar.

Veamos algunos de los elementos del delito de difamación que pueden o no contribuir a su incompatibilidad con el ejercicio libre de la expresión.

La difamación es un delito de peligro. El delito de difamación se perfecciona con la simple potencialidad de daño, sin que el difamado tenga que probar que se lesionó efectivamente su honor o reputación. Esta disposición resulta más represiva y se atenta contra la libertad desinhibida de expresión ante el temor de una responsabilidad penal.

El delito de difamación exige un elemento subjetivo doloso. Para el perfeccionamiento de los delitos contra el honor, así como para cualquier otro delito (salvo pocas excepciones) se hace necesaria la evidencia de una intención dirigida a la causar ese daño potencial. En otras palabras, la intención del agente debe estar dirigida a exponer la reputación del difamado a un eventual daño. No es suficiente, ni siquiera, el que se obre con negligencia grave. Como se puede observar claramente, este elemento podría estar en sintonía con la conocida doctrina de la real malicia[3], la cual exige, al menos una temeraria despreocupación acerca del daño que pueda ocasionar (con la salvedad de que el delito de difamación no exige que los hechos imputados sean falsos, como se verá), lo cual la haría compatible con la forma de dolo que la doctrina ha llamado dolo eventual.

No es necesaria la veracidad de los hechos difamatorios. Es un error común de quienes no manejan la norma penal con precisión, el argumentar la verdad de los hechos como una causal de atipicidad del delito de difamación, cuando nuestra legislación no se interesa en indagar la veracidad de los hechos para entender como perfeccionado el delito contra el honor.

Salvo los conocidos casos de excepciones de la verdad[4], nuestro derecho penal no exige que los hechos imputados sean falsos, pues, tal y como ha sido explicado anteriormente, se puede bien lesionar la reputación de un sujeto con hechos verdaderos y nuestra norma penal busca proteger, estrictamente, la reputación de las personas, sea esta buena reputación merecida o no.

No siempre protege a integrantes del género humano como sujetos pasivos. La difamación en el derecho penal venezolano puede asimismo ser cometida contra la memoria de las personas. En este caso queda por determinar si la protección constitucional al honor y reputación de las personas humanas se puede extender a la memoria de aquellas después de fallecidos, aún cuando ya, jurídicamente, no sean personas humanas. ¿Será que puede justificarse una restricción a la libertad de expresión para salvaguardar la reputación de una persona humana que ya no lo es? Pues nuestro Código Penal así lo estipula.

Lo que sí no puede ignorarse es la interpretación que dio nuestro Más Alto Tribunal a los delitos de difamación e injuria, pues atribuyó a las personas jurídicas protección penal contra los ataques a su reputación en perjuicio del derecho humano a la libertad de expresión, cuestión que contradice las claras tendencias jurídicas actuales dirigidas al debilitamiento de las normas penales protectoras del honor.

La difamación es un delito de acción privada. Parece reconocer, el legislador, que el bien jurídico del honor no merece la protección incondicional del estado a través del ejercicio de la acción penal por vía del Ministerio Público, pues dejó en el ámbito privado de los sujetos intervinientes la resolución del conflicto, el cual, incluso, es transable y desistible.

En definitiva nuestra legislación penal, en lo que a la protección del honor toca, merece al menos una revisión sustancial para ajustarla a las exigencias del derecho contemporáneo de los derechos humanos. Basta echar un vistazo a algunos diarios y semanarios de circulación nacional o a algunos programas televisivos de opinión para evidenciar que el instrumento penal es insuficiente para inhibir la violación constante al honor de personajes públicos y no tan conocidos de nuestro foro nacional.

Ahora, en definitiva, la corriente dominante recomienda la derogatoria de los delitos contra el honor en beneficio de la libertad de expresión para permitir su mejor desarrollo. Tal corriente se puede observar del Informe sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre Derechos Humanos[5], así como también de la Declaración de Chapultepec adoptada por la Conferencia Hemisférica sobre Libertad de Expresión celebrada en México, D.F. el 11 de marzo de 1994[6]. Ambos instrumentos niegan tajantemente que exista compatibilidad entre los delitos contra el honor y el libre tráfico de ideas y expresiones y dan preferencia a este último sobre aquél por constituir un elemento fundamental de la libertad democrática. Es evidente que no puede menos que darse acogida, en el derecho interno, a tan autorizadas opiniones, mas es preciso tener presente que no podemos olvidar que el derecho al honor debe gozar, por su parte, de  un amparo del sistema de protección de derechos humanos.

Lo que sí es indiscutible es que los conocidos instrumentos jurídicos protectores del honor no son eficaces en su fin, pues en definitiva, el honor lesionado de un sujeto no se repara eficientemente con indemnizaciones pecuniarias, ni con réplicas ni con penas; ninguna de estas herramientas permitirá que el lesionado recupere su honor.

Es necesaria una seria investigación jurídica que busque alternativas a la protección del honor que gocen de una mejor compatibilidad con el derecho a la libertad de expresión.


[1] Artículo 58 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y artículo 9 de la Ley del Ejercicio del Periodismo.
[2] Artículo 1.185 del Código Civil venezolano.
[3] Aplicada por la Corte Suprema de los Estados Unidos de América en el caso “New York Times Co. Vs. Sullivan”
[4] El artículo 443 de nuestro Código Penal vigente exime de pena a los sujetos activos de la difamación cuando la verdad de los hechos quede establecida, pero limita esta posibilidad a tres escenarios concretos: 1. Cuando el sujeto pasivo de la difamación sea un funcionario público y los hechos imputados sean relativos a sus funciones; 2. Cuando se iniciare o hubiese juicio pendiente contra el difamado por los hechos mismos de la imputación; 3. Cuando el difamado, voluntariamente, solicite que la decisión definitiva se pronuncie sobre la veracidad de los hechos.
[5] Entre otras cosas, la comisión consideró: “…que la obligación del Estado de proteger los derechos de los demás se cumple estableciendo una protección estatutaria contra los ataques intencionales al honor y a la reputación mediante acciones civiles y promulgando leyes que garanticen el derecho de rectificación o respuesta. En este sentido, el Estado garantiza la protección de la vida privada de todos los individuos sin hacer uso abusivo de sus poderes coactivos para reprimir la libertad individual de formarse opinión y expresarla.
[6] La declaración, en su principio Diez, así como entre las contribuciones a los Diez Principios, estableció: “Ningún medio de comunicación o periodista debe ser sancionado por difundir la verdad o formular críticas o denuncias contra el poder público. …/… Además, toda limitación a la libertad de expresión y de prensa debe responder a la necesidad de sancionar la producción de un daño manifiesto, claro y presente. No es suficiente la responsabilidad objetiva ni la presunción de daño.”        

martes, 7 de agosto de 2012

BREVES NOTAS SOBRE LOS SALARIOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y SU IMPORTANCIA PARA LA FUNCIÓN PÚBLICA


BREVES NOTAS SOBRE LOS SALARIOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y SU IMPORTANCIA PARA LA FUNCIÓN PÚBLICA

Manuel Rojas Pérez*

A propósito del decreto número 8168 mediante el cual se dicta el Sistema de remuneraciones de las Empleadas y Empleados de la Administración Pública Nacional, publicado en la Gaceta Oficial número 39.660 del 26 de abril de 2011, pretendemos hacer un breve análisis de la importancia de los salarios de los servidores públicos.

            Vale decir que el presente trabajo, más que un simple análisis jurídico, pretende introducirse en temas propios de la ciencia política, y más concreto, de la gestión de políticas públicas, y cómo el tema del salario de los funcionarios públicos incide en la optimización y eficiencia o no de la organización administrativa.

El salario como pago por el trabajo humano y, por lo tanto, como vínculo económico entre las organizaciones productivas y las personas (esto es, el recurso humano) puede ser analizado desde múltiples puntos de vista. Por ejemplo, desde el punto de vista de la equidad en la distribución de la riqueza, o desde el punto de vista de la conformación de los modos de producción social, o en cuanto a las relaciones entre capital y trabajo en la economía, entre muchos otros. Las políticas relativas al empleo y el salario, además, forman parte de la agenda debatida constantemente entre gobiernos, empleadores y asalariados, y los criterios de asignación salarial son materia de negociación y regulación.

Las reglas de juego salariales expresan ciertos aspectos clave de las políticas de recursos humanos de las instituciones y, en este sentido, son indicadores excepcionalmente precisos para el diagnóstico de aquéllas.

I

El sistema salarial es un indicador muy preciso sobre las políticas de recursos humanos reales de las instituciones. Entre otros aspectos clave, en cuanto a las verdaderas reglas de juego sobre la carrera profesional, el reconocimiento al mérito y a la responsabilidad asignada. Tal sistema evidencia situaciones de equidad e inequidad en las políticas de recursos humanos, que suelen contradecir los principios y expresiones de deseos enunciados en las normas vigentes.

Este sistema salarial es un instrumento de diagnóstico de patologías burocráticas. La expresión más inmediata es la “curva salarial”, que establece mínimos y máximo salariales de cada uno de los cargos.

Recuérdese que en el caso de la función pública, el régimen salarial es un derecho del funcionario, pero el cual está limitado en razón del cargo que se ostenta.

El artículo 21 de la Ley de Estatuto de la Función Pública señala:

Artículo 23.- Los funcionarios o funcionarias públicos tendrán derecho a percibir las remuneraciones correspondientes al cargo que desempeñen, de conformidad con lo establecido en esta Ley y sus reglamentos.

A su vez, el artículo 46 destaca:

Artículo 46.- A los efectos de la presente Ley, el cargo será la unidad básica que expresa la división del trabajo en cada unidad organizativa. Comprenderá las atribuciones, actividades, funciones, responsabilidades y obligaciones específicas con una interrelación tal, que puedan ser cumplidas por una apersona en una jornada ordinaria de trabajo.

Y el artículo 54 consagra:

Artículo 54.- El sistema de remuneraciones comprende los sueldos, compensaciones, viáticos, asignaciones y cualesquiera otras prestaciones pecuniarias o de otra índole que reciban los funcionarios y funcionarias públicos por sus servicios. En dicho sistema se establecerá la escala general de sueldos, divididas en grados, con montos mínimos, intermedios y máximos. Cada cargo deberá ser asignado al grado correspondiente, según el sistema de clasificación, y remunerado con una de las tarifas previstas en la escala.

Vale decir entonces, que cada cargo tiene determinado, de manera previa, estatutariamente, sin posibilidad de negociación o acuerdo entre empleador Administración Pública y el servidor público. Esta regla es básica: la remuneración no puede ser sometida a acuerdo. Es uno de los elmentos básicos de la función pública, lo que la diferencia radicalmente del derecho laboral.

Así lo consagra la Ley de Estatuto de la Función Pública:

Artículo 55.- El sistema de remuneraciones que deberá aprobar mediante decreto el Presidente o Presidenta de la República, previo informe favorable del Ministerio de Planificación y Desarrollo, establecerá las normas para la fijación, administración y pago de sueldos iniciales; aumentos por servicios eficientes y antigüedad dentro de la escala; viáticos y otros beneficios y asignaciones que por razones de servicio deban otorgarse a los funcionarios o funcionarias públicos. El sistema comprenderá también normas relativas al pago de acuerdo con horarios de trabajo, días feriados, vacaciones, licencias con o sin goce de sueldo y trabajo a tiempo parcial.

Artículo 56.- Las escalas de sueldos de los funcionarios o funcionarias públicos de alto nivel serán aprobadas en la misma oportunidad en que se aprueben las escalas generales, tomando en consideración el nivel jerárquico de los mismos.

Imaginemos un gran tablero de ajedrez, previamente determinado por la Administración Pública, en el cual cuada cuadro tiene competencias y atribuciones distintas a otras, pero también tiene una remuneración previamente establecida por parte de la Administración Pública.

Entonces, esa estructura salarial establece los máximos y los mínimos de cada uno de los cargos según su clase (abogado, docente) y serie (abogado I, II, III, docente I, II, III) del personal, dentro de los cuales deberían hallarse sus salarios

II

Es muy difícil establecer las condiciones ideales que deberían reunir las gestiones organizativas, en especial las salariales. Sin embargo, pueden establecerse ciertas patologías para determinar si hay irregularidades en ese sistema de remuneraciones.

            Primero, que no se muestre un crecimiento regular de los salarios a medida que aumentan las responsabilidades de cada uno de los funcionarios según sus asignaciones encomendadas. Esto es, que no se responsa al principio de que, a similares tareas y similares condiciones personales y profesionales, debe haber similar retribución. Este principio lo prevé el artículo 55 de la Ley de Estatuto de la Función Pública, pero se hace ejecutable solo con la asignación efectiva de la remuneración.

            Segundo, cuando en la organización administrativa los salarios promedio entre los menores y mayores cargos y niveles son bastante similares. Aquí, no existen incentivos ni reconocimientos al progreso en la carrera, ni tampoco para asumir responsabilidades mayores. Se crea una desmotivación para ejercer la función pública.

            Tercero, que exista una incongruencia con el mercado laboral, con el sector privado. Normalmente, la Administración Pública debe tentar al ciudadano para que preste sus servicios a la Administración Pública. Para ello, se inventa la estabilidad, consagrada en el artículo 30 de la Ley de Estatuto de la Función Pública. Pero también consagra un sistema de carrera, para asegurar al funcionario que ascenderá en el transcurso de los años hasta que sea jubilado, como lo destaca el artículo 31 de la ley funcionarial. Pero, además de ello, se le ofrece al funcionario un salario, en términos comparativos mayor al del sector privado. Si no se cumple este principio, no se asegura que los posibles servidores públicos sean los mejores o los más capacitados. Y esto es fundamental asegurarlo, ya que estos prestan un servicio para toda la colectividad, e beneficio del interés general.

También es posible que las reglas de juego salariales no tomen en cuenta adecuadamente la valoración de los puestos de trabajo. Esto es muy común en la organización administrativa, en la que, a veces, lo único que se toma en cuenta son los cargos disponibles en el presupuesto y no los perfiles de los puestos en las estructuras organizativas. En estos casos, la administración salarial resulta desarticulada respecto de la administración de estructuras.


III

            Se tiene entonces que el sistema de remuneración de los funcionarios debe ser motivador. Ninguna organización eficiente en el mundo –pública o privada-se encuentran sistemas salariales inequitativos, desmotivadores y perversos.

            Un sistema público que no estimule al funcionario a hacer su trabajo de la mejor manera posible no genera dividendos en términos de rentabilidad pública. Los servicios públicos se hacen ineficientes los derechos constitucionales a la celeridad judicial y administrativa y a que el Estado de oportuna y adecuada respuesta se hace casi inejecutable.

            Luego, un sistema de remuneraciones público –no los principios rectores que establece la Ley de Estatuto de la Función Pública sino directamente la ejecución de ese sistema de remuneración al momento de dictar las tablas de salarios de los cargos- debe atender a varios elementos para ser eficiente.

            Deben ser regulares, equitativos, razonablemente crecientes según el perfil del personal y la complejidad de las competencias de cada cargo, congruentes con el mercado laboral y sobre todo, motivadoras del desarrollo de la carrera y el mérito.

La estructura salarial refleja la distribución de los salarios según los niveles de importancia de los cargos según la valoración o categorización del personal o ambos aspectos conjuntamente. Sea cual fuere el criterio de análisis, la estructura salarial permite registrar aspectos tales como cuáles son o han de ser los salarios de los niveles menores, intermedios y superiores del ámbito analizado, con qué ritmo se incrementan a medida que se asciende en los niveles o grados y, por fin, cuáles son o han de ser los salarios mínimos y máximos en cada uno de ellos.

            Vale preguntarse si en Venezuela se cumplen con estos supuestos. No es el objeto del presente trabajo hacer tal valoración. Al final de este número de la Revista podrán verificar el decreto número 8168 mediante el cual se dicta el Sistema de remuneraciones de las Empleadas y Empleados de la Administración Pública Nacional, publicado en la Gaceta Oficial número 39.660 del 26 de abril de 2011, que dio origen a este pequeño estudio.

            Ojala podamos concluir que en Venezuela se cumplen los principios básicos esenciales de un buen sistema burocrático y no tengamos las patologías señaladas, ya que eso nos llevaría a concluir que nuestra Administración Pública no es lo suficientemente eficiente que quisiéramos y que exige el artículo 141 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.



* Abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Especialista en Derecho Administrativo por la Universidad Central de Venezuela. Especialista en Gestión de Políticas Públicas por la Universidad Nacional del Litoral, Argentina. Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad Monteávila. Director de la Revista de Derecho Funcionarial. Sub director del Anuario de Derecho Público. Directivo del Foro Mundial de Jóvenes Administrativistas, capítulo Venezuela. Autor de cuatro libros y treinta artículos en materia de derecho público. Socio del escritorio jurídico Morris Sierraalta y asociados.

miércoles, 25 de julio de 2012

sistema de valoración de los medios probatorios



sistema de valoración de los medios probatorios

Héctor Alonzo Rojas Trías
Miembro de Morris Sierraalta y Asociados, abogados


Introducción

Históricamente, el progreso y perfeccionamiento del proceso jurisdiccional y administrativo guarda un vínculo directo con la forma en que, a través del tiempo, se ha intentado regular los diferentes aspectos de la actividad probatoria. Muchas de esas regulaciones, han logrado ubicarse dentro del catálogo de derechos fundamentales, confrontándose con la manera en que el juez aprecia y valora los elementos probatorios, vale decir los llamados sistemas de valoración de prueba.

Ahora bien, para en el presente trabajo poder analizar los sistemas de valoración de los medios probatorios, necesariamente tenemos que definir qué es la prueba, analizarla desde el punto de vista procesal y constitucional, lo cual, ineludiblemente nos obliga a tratar el tema de la constitucionalización de la prueba, esto es, el derecho constitucional que tienen todas las personas de acceder a las pruebas, traduciéndose en el derecho a probar, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 49.1 de nuestra Carta Fundamental, siendo entonces todo ello parte del derecho constitucional al debido proceso y al derecho a la defensa.

Tales sistemas de valoración de los medios probatorios han sido clasificados por la doctrina de la siguiente manera: i) el sistema de prueba libre o libre apreciación; ii) sistema de prueba legal en el sentido estricto; y, iii) sistema de la sana crítica o persuasión racional.

De forma pues que, luego de analizar los métodos de valoración de los medios probatorios, explicaremos, de seguidas, cuál de tales sistemas debe ser el aplicado en nuestro ordenamiento jurídico, tomando siempre en consideración los valores y principios consagrados en nuestra Constitución, que constituyen la base del proceso sin formalismos ni ritualismos, simple, uniforme, breve, oral, público, sin reposiciones inútiles o dilaciones indebidas, para así garantizar un debido proceso y tutelar los derechos de los administrados alcanzando la justicia, de conformidad con los artículos 2, 26 y 257 Constitucional.

Marco Teórico

Para poder entender de una mejor manera el significado de los sistemas de valoración de los medios probatorios, resulta muy útil poder establecer ciertas diferencias entre las distintas acepciones de la palabra prueba, así como de sus definiciones.

·         La prueba

En un sentido procesal, podemos entender la prueba como la herramienta real por medio de la cual se logra el acertado convencimiento del juez con respecto al alegato o argumento de hecho o hechos que se pretendía demostrar con ella. En tal sentido, nos resulta importante señalar las distintas definiciones que sobre prueba han dado diferentes doctrinarios. Veamos:

Consideramos que el maestro español Santiago Santís Melendo, ha hecho una definición de las más completa respecto al derecho probatorio, habida cuenta que a mediados de los años setenta del siglo XX, expresó lo siguiente: “la prueba es la verificación -de afirmaciones- utilizando fuentes que se llevan al proceso por determinados medios –aportadas aquellas por los litigantes y dispuestos éstos por el juez- con las garantías jurídicas establecidas –ajustándose al procedimiento legal- adquiridas para el proceso –y valoradas de acuerdo a normas de sana crítica- para llegar el juez a una convicción libre[1].

Asimismo, nos encontramos con la magnífica opinión del maestro colombiano Hernando Devis Echandía, quien en su obra Teoría General de la Prueba Judicial, señaló la siguiente definición: “Probar es aportar al proceso, por los medios y procedimientos aceptados en la ley, los motivos o las razones que produzcan el convencimiento o la certeza del juez sobre los hechos[2]. Para el doctrinario uruguayo Eduardo Juan Couture[3], la prueba “es un medio de verificación de las proposiciones que los litigantes formulan en juicio”.

De la misma manera, es importante hacer mención a la opinión de Hugo Alsina, quien definió la prueba como “la comprobación judicial, por los medios que la ley establece, de la verdad de un hecho controvertido del cual depende el derecho que se pretende[4].

Pues bien, vistas las distintas definiciones realizadas por doctrinarios respecto del significado jurídico de prueba, y antes de analizar los sistemas de valoración de ella, consideramos pertinente indicar algunas consideraciones adicionales al significado de la prueba, habida cuenta que, actualmente, no se limita tal definición únicamente al ámbito procesal o de derecho probatorio, sino que también deben ser definidas, analizadas y valoradas desde la óptica constitucional.

·         Derecho a probar y constitucionalización de la prueba

Con la entrada en vigencia de la Constitución de 1999, se establece la constitucionalización del proceso según se desprende del contenido de su artículo 257, así como la constitucionalización de la prueba, tal y como se puede apreciar de una lectura del artículo 49.1 de la Norma Política, donde se señala que todos los ciudadanos tienen acceso a las pruebas para de esta forma ejercer válidamente su defensa, con lo cual pareciera ostentar cierta “autonomía” el derecho a probar. En virtud de ello, la prueba dejó de tener un significado meramente procesal, siendo necesario, como se dijo, analizarla desde el ámbito constitucional.

Por tal motivo, el derecho a probar constituye parte del debido proceso, toda vez que así expresamente se encuentra establecido en nuestro Texto Fundamental, por lo que, la prueba no debe observarse, tal y como lo indica el autor Reynaldo Bustamante Alarcon[5], como una mera diligencia que atienda sólo a las normas que regulan su admisibilidad o desarrollos procedimentales, sino que debe ser vista como un derecho subjetivo de los sujetos procesales legitimados a intervenir en la actividad probatoria que define –junto a otros elementos- el debido proceso.

En virtud de ello, la prueba necesariamente debe ser vista como un derecho constitucional que, conjuntamente, con otros derechos y principios forman el debido proceso. En tal sentido, es por lo que, a partir de la vigencia de la Constitución de 1999, podemos afirmar que existe un derecho constitucional de acceder a las pruebas, y como consecuencia de ello, también existe el derecho constitucional a probar.

En ese mismo sentido, expresa el autor Augusto Mario Morello[6], al indicar que “…el derecho constitucional de la prueba es una fase esencial del debido proceso y del ejercicio cabal de la defensa en juicio… El derecho a probar es uno de los elementos constitutivos que concurren a definir el proceso justo…”.

Pues bien, luego de leer la opinión de los autores antes mencionados podemos señalar que el derecho a probar, tal y como lo dispone nuestra Constitución en su artículo 49.1, consiste en que todo ciudadano legitimado en todo proceso judicial y administrativo,  tiene el derecho de acceder a las pruebas, y, por tanto, a que los medios probatorios sean admitidos, evacuados y valorados para poder demostrar la verdad de los hechos alegados que conforman su pretensión.

De forma pues que, el derecho constitucional a probar, además de implicar el hecho que deben ser admitidos y evacuados todos los medios probatorios aportados por las partes en un proceso o procedimiento indicado, también implica que el órgano jurisdiccional o administrativo, según sea el caso, debe valorarlos otorgándole un contenido constitucional, por encontrarse tal derecho expresamente establecido en nuestra Constitución.

Pero como todo derecho debe tener ciertos límites, consideramos que por tratarse de un derecho que se materializa o se ejecuta ineludiblemente dentro de un proceso judicial o administrativo, debe estar limitado por ciertos principios procesales, como los pueden ser el de la idoneidad, pertinencia, conducencia, licitud, control y contradicción, entre otros.

Ahora bien, otra consideración que desde el punto de vista procesal constitucional debemos realizar con respecto al derecho de acceder a las pruebas, es decir,  el derecho a probar, es que además de ser una emanación del derecho a la defensa de las partes legitimadas dentro del proceso judicial o administrativo, creemos también que tal derecho puede comprender un doble carácter. 

En efecto, tiene un carácter objetivo, habida cuenta que es uno de los elementos esenciales de nuestro ordenamiento jurídico, toda vez que el Estado, a través de sus órganos jurisdiccionales y administrativos, se encuentra en la obligación que en todo proceso o procedimiento se deben analizar todas y cada una de las pruebas aportadas por los legitimados en cada caso, para así no sólo garantizar las debidas garantías constitucionales dentro de aquellos, sino para que también el magistrado o ente decisor emita un pronunciamiento ajustado a lo probado en el caso en concreto, respetándose así el debido proceso por parte de quien, precisamente, debe garantizarlo, esto es, el Estado.

Es por ello, que el derecho constitucional de acceder a las pruebas, o como lo denomina el catedrático Luis Alberto Petit Guerra[7], en su obra Estudios sobre el Debido Proceso, el derecho constitucional a probar o  “la constitucionalización de la prueba”, es de obligatorio cumplimiento para todos los órganos que conforman el Estado, así como para los particulares, ello por la fuerza normativa que detenta ese ahora derecho constitucional.

Por otra parte, consideramos que tal derecho constitucional también tiene un carácter subjetivo en virtud que, tal y como lo señala el artículo 49.1 de nuestro Texto Fundamental, toda persona tiene la obligatoriedad de ejercerlo en cada proceso o procedimiento bien sea judicial o administrativo, es decir, es un derecho de cada individuo que le garantiza un debido proceso y el derecho una adecuada defensa dentro de aquellos.    

Con respecto al derecho a probar, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, señaló en sentencia número 181, de fecha 14 de febrero de 2003, con ponencia del magistrado José Manuel Delgado Ocando, lo siguiente: “…El derecho a probar forma parte del derecho a la defensa, en los términos del artículo 49, numeral 1 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela…”[8].

De tal lectura, se desprende que la Sala Constitucional ratificó que, en efecto, el derecho constitucional a probar no únicamente comprende el derecho a la defensa, sino que también guarda relación directa con el debido proceso, por estar expresamente así dispuesto dentro de los principios rectores del artículo 49 de la Norma de Normas.

Pues bien, luego de realizar algunas consideraciones sobre la definición de prueba, y tomando en cuenta que ya no puede analizarse y definirse, y menos aun valorarse –como veremos de seguidas- desde una perspectiva netamente procesal, en virtud que, al haberse constitucionalizado la prueba por disponerlo así de forma expresa nuestra Constitución, es por lo que actualmente debe analizarse y valorarse obligatoriamente desde la óptica constitucional. Veamos:

·         Sistemas de valoración de los medios probatorios

La doctrina en derecho probatorio ha establecido ciertos sistemas o métodos que debe utilizar y emplear el juez o ente decisor al momento de analizar las probanzas aportadas por las partes en un procedimiento o proceso determinado, sea jurisdiccional o administrativo, encontrándonos entonces con los siguientes sistemas de valoración: i) el sistema de prueba libre o libre apreciación; ii) sistema de prueba legal en el sentido estricto; y, iii) sistema de la sana crítica o persuasión racional.

Pues bien, “las pruebas practicadas hay que valorarlas o apreciarlas. Cualquiera de las dos palabras es buena: determinar el valor o fijar el precio de algo, no son expresiones distintas etimológicamente” (Santiago Sentís Melendo).[9]

En ese sentido, tal y como señala el ilustre Humberto Bello Lozano[10], el acto de la prueba debe ser una consecuencia lógica del principio de aportación de las partes, quienes traen al juez durante la secuela del proceso, todos los medios taxativamente señalados en la ley y que consideren pertinentes para demostrar los hechos controvertidos, lo que, en vista de ese cuestionamiento, han de ser valorados debidamente por el juez, y de su resultado o apreciación dictar la sentencia que considere conveniente atendiendo a la convicción que el análisis haya traído a su ánimo. Por su parte, Augusto Morello[11] señala que “ninguna decisión es justa si está fundada sobre un acertamiento errado de los hechos”.

Consideramos, que la apreciación de la prueba consiste en la operación mental que realizará el juez o ente decisor, la cual aparecerá debidamente motivada en la sentencia, donde se establezcan claramente los hechos controvertidos y las pruebas que aparecen en autos, y en aplicación de la norma correcta, darán la victoria al demandante o demandado, según sea el caso.

En efecto, el operador judicial debe valorar la prueba, determinando el grado de convicción o eficacia para poder así, mediante su decisión, llegar a la verdad de los hechos controvertidos del caso planteado y así aplicar correctamente las normas que regulen tal caso. 

Es por ello que, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, mediante sentencia número 355, de fecha 23 de marzo de 2001, con ponencia del magistrado Jesús Eduardo Cabrera Romero, indicó “…la falta de motivación de la decisión, ha sido criterio de esta Sala que la inmotivación del fallo es una infracción al debido proceso[12]”.

En ese mismo sentido, la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia de fecha 24 de marzo de 2000, con ponencia del magistrado Franklin Arrieche G, luego ratificada en sentencia de fecha 27 de agosto de 2004, con ponencia del magistrado Carlos Oberto Vélez, expresó “El vicio de inmotivación por silencio de pruebas se produce cuando el juez, contrariando lo dispuesto en el artículo 509 del Código de Procedimiento Civil: a) omite toda consideración sobre un elemento probatorio, es decir cuando silencia la prueba en su totalidad y, b) no obstante dejar constancia en el fallo de la promoción y evacuación de las pruebas mismas, prescinde de su análisis, contraviniendo la doctrina, de que el examen se impone así la prueba sea inocua, ilegal o impertinente, pues justamente a esa calificación no puede llegar el juez si previamente no omite su juicio de valoración…[13]”.

Pues bien, como puede apreciarse de una lectura de las sentencias antes referidas, sabemos que constituye un vicio de la sentencia cuando el juez omite, bien sea total o parcialmente, la valoración de algún medio probatorio, siendo ello a su vez una violación al debido proceso.

Por ello consideramos que el derecho constitucional a probar, establecido en el artículo 49.1 de nuestra Constitución, consiste en que a cada persona le sean valorados los medios probatorios aportados al proceso, habida cuenta que tal derecho tiene por finalidad generarle y mostrarle al juzgador la existencia o no de los hechos que conforman la pretensión o defensa.

Por tal motivo, es que la convicción al juzgador no puede ser un reflejo de una verdad formal o aparente, y menos aun subjetiva, en todo caso, tal verdad debe ser producto de la certeza objetiva, debidamente fundamente en los hechos reales y en el Derecho, y de esa forma asegurar una justa solución al conflicto.

De allí es que obtiene tanta importancia la obligatoria valoración de los medios de pruebas por parte de los jueces, porque, como señala los artículo 509 y 12 de nuestro Código de Procedimiento Civil, aunado a la constitucionalización de la prueba, ellos deben valorar y analizar todas las pruebas que se hayan producido, atendiéndose a lo alegado y probado en el caso, para así evitar una errada precisión de los hechos, garantizándole a las partes además de un debido proceso, una verdadera tutela de sus derechos.

En ese sentido, la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia, mediante sentencia fechada 24 de febrero de 2000, con ponencia del magistrado Antonio Ramírez Jiménez, indicó: “…no existe prueba sin importancia, pues todas ante el Juzgador merecen ser tenidas en cuenta, y luego de ese examen, ser acogidas o desechadas, pues en los fallos de instancia deben ser apreciadas todas las pruebas aportadas sin que los jueces puedan descansar su dispositivo en unas ignorando otras…[14]”.

Asimismo, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia del 1 de abril de 2005, con ponencia del magistrado Pedro Rondón Haaz, estableció que “…el deber que a los jueces de instancia le imponen los artículos 509 y 243, ordinal 4º del Código de Procedimiento Civil, no se limita a que éstos dejen constancia de haber leído o revisado las pruebas, para luego, desecharlas o acogerlas, sino que deben verter en la decisión las consideraciones particulares de cada prueba aportada al proceso, señalar los motivos por los que la toman o desechan y, en este último supuesto, establecer los hechos que de la misma se deriva y se da por demostrado…[15].

Igualmente, la Sala de de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia, en sentencia de fecha 27 de febrero de 2003, con ponencia del magistrado Carlos Oberto Vélez, señaló: “…el juez debe realizar un detenido estudio sobre las pruebas aportadas por las partes, para aceptarlas o desecharlas, de manera que permita entender el por qué (sic) de su decisión, vale decir, que es necesario que el juez, para establecer los hechos, examine todas cuantas pruebas cursen en autos, los valores, de allí derivará su convicción sobre la verdad procesal, que plasmará en su sentencia…[16]”.

De manera pues que, como se dijo, los juzgadores se encuentran en la obligación de analizar todas y cada una de las pruebas producidas en el caso en concreto, con lo cual se respetaría el derecho a probar que tienen todas las personas que sean partes en un proceso o procedimiento, garantizándose así el debido proceso y, por ende, el derecho a la defensa de ellas.

En efecto, el derecho constitucional a probar quedaría ilusorio si el juez o ente decisor no valora de forma adecuada todas y cada una de las probanzas aportadas, conforme al sistema de valoración adoptado del caso que se trate.

En tal sentido, señala el maestro Michele Taruffo[17] que si el juzgador no valora o no toma en consideración los resultados obtenidos en la actuación de los medios probatorios, el derecho a probar se convertiría en una garantía ilusoria y meramente ritualística.

Razón por la cual señalamos que si el juzgador no valora adecuadamente todos los medios de prueba producidos conforme a los principios –constitucionales y legales- que rigen la actividad probatoria, el derecho constitucional a probar se vería afectado, y como consecuencia de ello, también el derecho al debido proceso, el derecho a la defensa y a la tutela judicial eficaz y efectiva.

Pues bien, visto el preámbulo expuesto anteriormente, de seguidas pasaremos a analizar los distintos sistemas de valoración de los medios probatorios establecidos y clasificados por la doctrina.

·         Sistema de prueba libre o libre apreciación

Consiste en otorgarle la libertad absoluta al juez respecto de la apreciación y valoración de las pruebas producidas.  De esta manera, el juez puede valorar todas las pruebas incorporadas en el caso en concreto, apreciándolas o desechándolas sin estar en la obligación de motivar tal decisión, habida cuenta que el juez la valora como quiere.

En tal sentido, expresa Humberto Bello Lozano[18] que el sistema que se viene comentando le otorga una libertad absoluta de apreciación de la prueba al juez, indicando que “…No sólo le concede el poder de considerarla sin requisitos legales de especie alguna, sino que llega hasta darle el poder de seleccionar libremente las máximas de la experiencia que han de servir a su valorización…la llamada prueba libre no es un exponente del liberalismo procesal, sino de dictadura judicial, puesto que se preocupa tan solo en vencer sin cuidarse además de convencer como hace en cambio la sana crítica…”.

El maestro Eduardo Couture[19] señala que debe entenderse por el sistema de la libre convicción “…aquel modo de razonar que no se apoya necesariamente en la prueba que el proceso exhibe al juez, ni en medios de información que pueden ser fiscalizados por las partes…Dentro de ese método el magistrado adquiere el convencimiento de la verdad con la prueba de autos, fuera de la prueba de autos y aun contra la prueba de autos…La libre convicción no es, pues, el conjunto de presunciones judiciales que podrían extraerse de la prueba producida. Las presunciones judiciales son sana critica y no libre convicción, ya que ellas deben necesariamente apoyarse en hechos probados y no en otras presunciones…”.

Con respecto a las opiniones mencionadas anteriormente, las consideramos acertadas, en virtud que tal sistema propone que el juez valore las pruebas mediante una declaración voluntad que no necesariamente debe estar concatenada las pruebas producidas en autos, la cual no tiene que ser motivada, por lo que tales decisiones producidas quedarían bajo la voluntad y discrecionalidad del juez o ente decisor, y ello, evidentemente, lesiona el debido proceso y el derecho a la defensa contenidos en el artículo 49 Constitucional, aunado a que también vulneraría el derecho a la tutela judicial efectiva contenida en el artículo 26 ejusdem, habida cuenta que es garantía de todos los ciudadanos conocer la motivación de las decisiones emitidas por los órganos jurisdiccionales.

En ese sentido, consideramos inapropiado e inconstitucional implementar un sistema de valoración de los medios probatorios que lesione el derecho a probar de cualquier persona parte en un proceso o procedimiento, porque, como se dijo, las decisiones adolecerían de una motivación coherente que expresaría los motivos por los cuales el juzgador le otorgó un mayor o menor valor probatorio a una prueba en perjuicio de otro, es decir, no pudiera conocerse si la valoración fue adecuada, pudiéndose incurrir en una arbitrariedad judicial, llegando a una “falsa verdad” de los hechos controvertidos, lo que, sin lugar a dudas, generaría una decisión alejada de la materialización de la justicia. 

·         Sistema de prueba legal en el sentido estricto

Se configura tal método de valoración cuando la ley previamente señala al juez el grado de eficacia que debe tener cierto medio probático. En tal sentido, el maestro Francesco Carnelutti citado por el autor Rodrigo Rivera Morales[20] señaló que “…se llama prueba legal cuando su valoración está regulada por la ley…”.

En ese mismo sentido, indica Carlo Lessona, citado por el autor Gabriel Alfredo Cabrera Ibarra[21] con respecto al sistema que venimos comentando, que es aquel “…en el que las pruebas tienen un valor inalterable y constante, independientemente del criterio del juez, quien se limita a aplicar la ley a los casos particulares…”.

Según el autor Humberto Enrique III Bello Tabares[22], el sistema de valoración de prueba legal “descansa en la desconfianza que tiene el legislador en los operadores de justicia, pues no les permite apreciar libremente la prueba e imprimirle el grado de convicción o eficacia que consideren pertinentes, por el contrario, esa valoración grado de convicción o eficacia, viene dado por la ley, viene previamente señalado por el operador legislativo, lo cual trae como consecuencia, que realmente quien valora la prueba, quien le imprime el grado de certeza, convicción o eficacia es el legislador y no el juez, todo lo cual se traduce en que realmente se limite la capacidad y libertad apreciativa y valorativa de las pruebas por parte de juez”.

El sistema de valoración llamado prueba legal o tarifa legal es el método donde la labor y aporte juez resulta menos libre, es decir, prácticamente inexistente. En efecto, tal y como señala Humberto Bello Lozano, en tal sistema “…el legislador señala de antemano al Juez, y con carácter general las pautas a que se ha de someter en la aplicación de los medios probatorios para su debida aplicación…[23]”.

Podemos reducir el concepto de este sistema de valoración en señalar que el legislador se sustituye al juez, tal y como sabiamente el maestro Santiago Sentís Melendo[24] lo definió en su obra La Prueba (Los grandes temas del Derecho Probatorio).

Pues bien, tal sistema ofrece ciertas ventajas, como por ejemplo, la seguridad jurídica, habida cuenta que las partes, anticipadamente, conocerán el valor probatorio de los medios aportados al proceso, evitándose así un rechazo arbitrario e inmotivado de dichos medios. También pudiera señalarse que existiría uniformidad en las decisiones, evitándose el favorecimiento del juzgador a una de las partes del proceso.

Pero, por el contrario, el referido sistema también tiene algunas desventajas, tal y como señala el maestro Hernando Devis Echandía, citado por el autor Rodrigo Rivera Morales[25] siendo, entre otras: i) mecaniza la función del juez; ii) conduce a una verdad aparente por tener apariencia formal, entre otras.

Consideramos que el sistema comentado, es contrario a los principios y valores que encarnan nuestra Constitución, porque obliga a que la justicia se convierta en un proceso ritualista y formalista, negándole al juez su capacidad y obligación de interpretar tanto las normas y principios constitucionales como las leyes, lo cual atenta contra los artículos 2, 26, 49, 257 y 334 de nuestro Texto Fundamental, habida cuenta que el juzgador estaría sujeto a reglas abstractas de valoración de las pruebas sin poder aplicar la sana critica, la lógica, la técnica y las máximas de experiencias aplicables a cada caso en concreto, porque muchas de las pruebas no se encuentran valoradas por la ley, y el juez, ante un vacío legal de valoración, debe, por ende, aplicar mecanismos de ponderación e interpretación de principios constitucionales que lo ayuden a resolver, de forma justa, el caso planteado. 

Con la aplicación de tal sistema, el juzgador debe, necesariamente, aceptar la conclusión que le arrojaban ciertas reglas abstractas de valoración de las pruebas preestablecidas por la ley, llegando entonces a una verdad “aparente”, a sabiendas que no es la verdad real, y así impartir justicia, llevando entonces soluciones contrarias a la convicción del juez.

·         Sistema de la sana crítica o persuasión racional

Señala el maestro colombiano Hernando Devis Echandía, citado por Humberto Enrique III Bello Tabares[26] que la sana crítica consiste en la libertad de apreciar las pruebas, de acuerdo con la lógica y las reglas de la experiencia que, según el criterio personal del juez, sean aplicables al caso.

En tal sentido, el catedrático uruguayo Eduardo J. Couture, señala que el juez no es una máquina para razonar, sino que es un hombre que toma conocimiento del mundo que le rodea y le conoce a través de sus procesos sensibles e intelectuales. La sana crítica es, además, de lógica, la correcta apreciación de ciertas proposiciones de experiencia de que todo hombre se sirve en la vida[27].

Tal sistema de valoración de medios probatorios ofrece ciertas ventajas, con las cuales concordamos y nos parecen acertadas, expuestas por Parra Quijano[28], siendo ellas: i) la valoración y apreciación de la prueba debe razonarse y motivarse, con lo cual no queda a discrecionalidad y arbitrariedad del juzgador; ii) obliga al juez al expresar la parte motiva de la decisión, incluyendo los razonamientos que hizo para atribuirle mayor o menor valor a un medio de prueba; iii) al existir la motivación respecto de la valoración de las pruebas aportadas al proceso, se le garantiza al ciudadano el derecho a la defensa, al debido proceso y a la tutela judicial efectiva, entre otros.

Consideramos que el método de la sana crítica resulta útil a los fines de la valoración de la prueba, por cuanto deviene del resultado de un razonamiento lógico no sometido a presión, ni preestablecido por una ley (legislador), aplicando el juez las máximas de experiencia para resolver cada caso en concreto, y siempre en atención al derecho constitucional a probar, del debido proceso, de tutela judicial efectiva, así como de la defensa, con lo cual el juzgador debe, obligatoriamente, motivar y fundamentar sus decisiones respecto de la valoración de las pruebas, lo que le permitiría, desde el punto de vista constitucional, buscar la verdad sobre los hechos y resolver, de forma justa, el caso planteado.

·         Consideraciones finales

Después de hacer un análisis sobre la prueba, y enfocándola desde la óptica procesal constitucional, y luego del estudio respecto de los métodos o sistemas de valoración de los medios probatorios establecidos por la doctrina, consideramos que en virtud de la naturaleza constitucional del derecho a probar, que a su vez implica el derecho a la defensa y al debido proceso, ello según el artículo 49.1 Constitucional, debe emplearse, en nuestro ordenamiento jurídico, el sistema de la sana crítica o persuasión racional en todos los tipos de procesos o procedimientos, para así cumplir con lo establecido en los artículo 26, 49, 257 y 334 ejusdem, en el sentido que el Estado realice una verdadera tutela de los derechos de los ciudadanos a través procesos simples, uniformes, eficaces, breves, orales, públicos, sin reposiciones inútiles y sin formalismos o ritualismos, a través de magistrados que emitan sus decisiones de forma motivada – sin formulas de valoración previamente establecidas por el legislador- para luego aplicar correctamente el derecho, y cumplir el fin del proceso: la justicia.

A pesar que algunas de nuestras normas que rigen distintos procesos son preconstitucionales, como el caso del Código de Procedimiento Civil, contempla en su artículo 507, y como excepción, la posibilidad que el juez valore el mérito de una prueba de conformidad con la sana crítica cuando no exista regla legal expresa para valorarla, es decir, prevé un sistema de prueba legal “atenuado” para los procesos civiles.

Distinto sistema de valoración establece el artículo 22 del Código Orgánico Procesal Penal t el artículo 450, literal “k” de la ley Orgánica de Niños, Niñas y Adolescentes, al señalar que las pruebas se apreciarán por el tribunal según la sana crítica observando las reglas de la lógica, los conocimientos científicos y las máximas de experiencia y la libre convicción razonada. Consideramos un gran avance y acertado jurídicamente que en materia penal la valoración de las pruebas se realice según la sana crítica.

Aunado a ello, consideramos importante señalar el trabajo de Osvaldo Alfredo Gozaini, “denominado la prueba en los procesos constitucionales”, y resaltar específicamente su opinión respecto de la valoración de las pruebas en tales procesos, donde indica que se tiene que tratar de trabajar según el principio “pro homine”, según la cual en caso de duda con relación a la valoración probatoria se debe estar por la protección del derecho.

En atención a ello, y tomando en consideración la acertada opinión de Luis Alberto Petit Guerra[29], nuestra jurisprudencia ha exhibido en muchos casos como avance la aplicación de tal principio, como el caso de las contestaciones de demandas anticipadas antes que abra la oportunidad respectiva, apelaciones anticipadas contra decisiones judiciales, con lo cual se ayudaría a cambiar la estructura mental de aquellos operadores de justicia positivistas y excesivamente formalistas, que confunden la existencia de formas dentro del proceso, con un ritualismo excesivo que desnaturaliza la función básica del proceso, la cual no es otra que la realización de la justicia, según el artículo 257 de nuestra Constitución.

En tal sentido, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia mediante sentencia de fecha 10 de mayo de 2001, con ponencia del magistrado Jesús Eduardo Cabrera Romero, señaló: “…En un Estado social de derecho y de justicia (artículo 2 de la vigente Constitución), donde se garantiza una justicia expedita, sin dilaciones indebidas y sin formalismos o reposiciones inútiles (artículo 26 eiusdem), la interpretación de las instituciones procesales debe ser amplia, tratando que si bien el proceso sea una garantía para que las partes puedan ejercer su derecho de defensa, no por ello se convierta en una traba que impida lograr las garantías que el artículo 26 constitucional instaura.
 La conjugación de artículos como el 2, 26 o 257 de la Constitución de 1999, obliga al juez a interpretar las instituciones procesales al servicio de un proceso cuya meta es la resolución del conflicto de fondo, de manera imparcial, idónea, transparente, independiente, expedita y sin formalismos o reposiciones inútiles…[30]”.


Referencias Bibliográficas

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Rivera Morales, Rodrigo. Las Pruebas en el Derecho Venezolano. Editorial Jurídica Santana C.A. San Cristobal-Estado Táchira-Venezuela, 2002.
Fuentes electrónicas consultadas:


[1] Santiago Santís Melendo. La Prueba. Los grandes temas del Derecho Probatorio. Colección Ciencia del Proceso. N° 65. Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, Argentina, 1978, p. 22.
[2] Hernando Devis Echandía. Teoría General de la Prueba Judicial. Dos tomos. Biblioteca Dike. Cuarta edición, 1993. Tomo I, p. 34.
[3] Eduardo Juan Couture. Fundamentos del Derecho Procesal Civil. Ediciones Depalma. Buenos Aires. 1981, N° 135, pp. 215 y 216.
[4] Hugo Alsina. Tratado Teórico Práctico de Derecho Procesal Civil y Comercial, Ediar Soc. Anon. Editores, Buenos Aires, 1958, Tomo III, p. 224.
[5] Reynaldo Bustamante Alarcón. Apuntes sobre la Valoración de los Medios de Prueba. En: Revista de Derecho Procesal. Lima, 1998. Tomo II, pp. 50-57.
[6] Agusto Mario Morello: La prueba. Tendencias modernas. Editorial Platense-Abeledo Perrot. Buenos Aires, 1991, p. 13.

[7] Luis Alberto Petit Guerra: Estudios sobre el Debido Proceso. Una visión global: Argumentaciones como derecho fundamental y humano. Ediciones Paredes. Caracas-Venezuela, 2011, pp. 115-117.
[9] Ob. Cit., p.86.
[10] Humberto Bello Lozano. La prueba y su técnica. Ediciones Mobil-Libros. 5ta edición. Caracas-Venezuela, 1991, p 39.
[11] Ob. Cit., p.40.
[14] Disponible: http://www.tsj.gov.ve/decisiones
[17] Citado por Joan Picó I Junoy. El derecho a la prueba en el proceso civil. J.M.Bosch Editor S.A, Barcelona, 1996, p. 26.
[18] Ob. Cit., p 45.
[19] Ob. Cit., p 226.

[20] Rodrigo Rivera Morales. Las Pruebas en el Derecho Venezolano. Editorial Jurídica Santana C.A. San Cristobal-Estado Táchira-Venezuela, 2002,  p. 133.
[21] Gabriel Alfredo Cabrera Ibarra. Derecho Probatorio. Compendio. Vadell Hermanos editores. Caracas-Venezuela-Valencia, 2012, p. 208.
[22] Humberto Enrique III Bello Tabares. Tratado de Derecho Probatorio. Editorial Livrosca. Tomo I, Caracas, Venezuela, 2002, p. 279.
[23] Ob. Cit. p. 42
[24] Ob. Cit. p. 248

[25] Ob. Cit. p. 135
[26] Ob. Cit. p. 291
[27] Citado por Rodrigo Rivera Morales en la Ob. Cit. pp 19-20.
[28]Citado por Humberto Enrique III Bello Tabares en la Ob. Cit. pp 292-293.
[29] Ob. Cit. pp. 257-258.