martes, 21 de agosto de 2012

Breves consideraciones críticas acerca del tratamiento constitucional actual dado en Venezuela a la figura del Presidente de la República en cuanto su elección, duración de mandato, reelección, y legitimidad de la persona electa para ese cargo



Breves consideraciones críticas acerca del tratamiento constitucional actual dado en Venezuela a la figura del Presidente de la República en cuanto su elección, duración de mandato, reelección, y legitimidad de la persona electa para ese cargo

Francisco José Banchs Sierraalta

La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, que actualmente rige desde el año 1999, consolidó importantes aspectos variantes en relación a la antigua Constitución de la República de Venezuela del año 1961, en cuanto a lo que se refiere a la investidura del Presidente de la República, que, como en ambas Constituciones, sin embargo, fue establecido, representa la Jefatura de Estado y, a su vez, la Jefatura de Gobierno, es decir, del poder Ejecutivo Nacional, el cual además se conforma por otros funcionarios como el Vicepresidente Ejecutivo, y los Ministros.
Estas importantes variantes que el Constituyente consideró al respecto, evidentemente han sido objeto de críticas que sostienen sus bondades, y en oportunidades, sus desventajas al pueblo venezolano. Más allá de ello, comentemos algunas interesantes circunstancias respecto al actual tratamiento constitucional dado a la investidura del Presidente de la República, sobre todo no en cuanto sus atribuciones, sino más bien en cuanto esa inminente relación, y sus efectos, entre el sujeto que ejerce el cargo y el cargo mismo, tomando en cuenta las disposiciones constitucionales que norman y organizan, sistemáticamente, su elección democrática, la duración en el ejercicio del cargo, la posibilidad de reelección –ahora indefinida por reforma, no así considerada por el Constituyente- y el mantenimiento de su legitimidad democráticamente otorgada.
Pues bien, un particular elemento que nos llama la atención, y que creemos tiene que ver con la progresividad en la máxima expresión de la democracia, es lo referente a lo necesario para la proclamación de un candidato como Presidente la República: la cantidad de votos válidos obtenidos en elección (i) universal –todos los ciudadanos inscritos en el registro electoral- (ii) directa –por voto de cada elector a quien en efecto se postula como candidato a la Presidencia- y (iii) secreta – con resguardo de la identidad de cada elector-.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en ese sentido, establece la necesidad de obtención de “mayoría de votos válidos”, lo cual, en su lugar, habría sido establecido por la antigua y derogada Constitución de la República de Venezuela del año 1961, como “mayoría relativa de votos”. Tal “mayoría” o “mayoría relativa”, no es más la expresión de la necesidad de obtener más votos que cada uno de los demás candidatos postulados a la elección. Ello, a lo que se refiere es simplemente a que no es necesaria la aprobación de una verdadera mayoría respeto a todos los electores (más del cincuenta por ciento participante), sino una mayoría respecto a la cantidad de electores en relación a cada candidato (mayor porcentaje participante con respecto a cada uno del resto de los candidatos).
Creemos en una mayor expresión de democracia en nuestros días, que otorgaría una más firme legitimidad al sujeto que, habiéndose postulado para el cargo de Presidente de la República, obtenga la aprobación de más del cincuenta por ciento de los electores participantes con la expresión de su voto. Ello parece no ser posible a menos de ser sólo dos los candidatos que se postulan al cargo. Pues bien por supuesto que lo es, a través de la conocida “segunda vuelta” que consiste en la contienda electoral de dos candidatos quienes en una primera etapa resultaron vencedores: uno con más votos que cada uno de los demás, y otro con menos votos que éste pero con más que el resto.
En opinión de quien suscribe, esta “segunda vuelta”, no incluida en nuestro sistema de elección al cargo de Presidente de la República – o algún otro cargo de elección popular- otorga mayor firmeza a la legitimidad que en su cargo tiene quien resulta ser electo, debido a que ha sido así expresado, si se quiere, con un ejercicio democrático de mayor contundencia: más de la mitad de los electores participantes lo aprueban. Al no ser ello así, podría plantearse un escenario en el que la persona del Jefe de Estado y del Ejecutivo no cuente con la aprobación, si se quiere[1], de la verdadera mayoría de electores.
Ahora bien, en Venezuela, en cuanto a la duración preestablecida para el ejercicio del cargo de Presidente de la República, podemos decir que varió lo que establecía al respecto la antigua Constitución de la República de Venezuela del año 1961, en relación con lo que establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que rige desde el año 1999, al cambiar de cinco años, a seis. Pues bien, al día de hoy, aun cinco años creemos que es, aunque no excesivo, inadecuado. Sobre todo tomando en cuenta la posibilidad de reelección por una sola vez, apenas considerada por el Constituyente del año 1999 –el mismo que consideró seis años para el ejercicio del cargo- y más aun la posibilidad de reelección indefinida, posteriormente introducida en la Carta Fundamental a través de la reforma constitucional.
Ya de por sí, un período preestablecido de seis años para el ejercicio del cargo de Presidente de la República – que es susceptible de ser otorgado a un sujeto con la aprobación de menos del cincuenta por ciento de los electores participantes- representa cierto riesgo en cuanto a la pérdida de legitimidad a consecuencia de su gestión como Jefe de Estado y la vez Jefe de Gobierno. Riesgo este que se dilata con la simple posibilidad de reelección por una sola vez (originalmente así considerada por el Constituyente venezolano de 1999). Es decir, ello representa que un sujeto bien podría ejercer la Jefatura de Estado y de Gobierno por doce años consecutivos con la aprobación de menos del cincuenta por ciento del pueblo traducido en electores inscritos y participantes con el voto en la elección al cargo (sufragio activo). Tal circunstancia –que no necesariamente puede ocurrir- no parece en primer plano suficientemente acorde con el carácter participativo, electivo, alternativo, pluralista y de mandato de revocable que respecto al gobierno de República resalta la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en su artículo 6. 
Si ello lo consideramos así, cómo concebiríamos la posibilidad de reelección indefinida del Presidente de la República, o incluso de algún otro cargo de elección popular. No puede considerarse que el carácter alternativo, que en criterio de quien suscribe necesariamente ha de tener el gobierno de un estado democrático, pueda subsistir con un sistema con posibilidad de reelección indefinida por períodos de seis años, con la aprobación de menos de la mitad de los electores. Es importante tener en claro que si bien ello es tan solo una posibilidad, es un riesgo. El pueblo puede ser sabio, pero también ignorante, o bien puede equivocarse, o cambiar de parecer. En democracia, esto tiene que ser considerado con mayor cautela que la utilizada para considerar la posibilidad de una gestión impecable por parte del gobernante a favor del pueblo.
Evidentemente que en contraposición y descargo al riesgo que venimos comentando, podemos referirnos a la posibilidad de revocar un mandato presidencial a través de un referéndum que somete a la voluntad de los electores, a través del voto, la posibilidad de continuar o no en su cargo el sujeto inicialmente electo, es decir, validar su legitimidad, o desconocerla. Ello -por así decirlo, en honor a la inexistencia de una “segunda vuelta” en la elección al cargo- con la voluntad de la misma cantidad, o más, de los electores que habrían sufragado activamente para su elección, otorgándole el cargo.
Este sistema de referéndum revocatorio, si bien constituye un mecanismo de control en la legitimidad del gobernante, no parece bastar y ser suficientemente preciso y adecuado a la realidad venezolana, en la que a pesar de esa bondad no incluida en la antigua Constitución, persiste un período de ejercicio del cargo – de Presidente- muy largo tomando en cuenta la posibilidad de reelección indefinida. En conclusión, podemos indicar que en Venezuela, se ha preestablecido un período para el ejercicio del cargo de Presidente de la República que, al ser largo –de seis años- no comulga con la posibilidad de reelección por una sola vez, y mucho menos indefinida. Esos posibles largos períodos ponen riesgo la legitimidad de la persona que ejerce el cargo en democracia, que incluso puede haber sido concebida –esa legitimidad- de forma débil, con la aprobación de menos de la mitad de los electores al exigirse una simple mayoría respecto al cada uno del resto de los candidatos y no respecto, única y exclusivamente, a los electores participantes. A ello podemos adicionar, que es la misma persona la que ejerce la Jefatura de Estado y la de Gobierno.
De manera pues que, en opinión de quien suscribe, conveniente a la democracia, más cónsono con su progresividad, es considerar períodos presidenciales no tan largos, y con posibilidad de reelección por una sola vez; por supuesto sin dejar de un lado, la estructuración de un sistema de elección, que permita la aprobación, aunque forzadamente mediante la referida “segunda vuela electoral”, del más del cincuenta por ciento de los electores participantes.
Mientras más mecanismos de control existan para validar o fortalecer la legitimidad del gobernante, mejor y más acreditada democracia existirá.


[1] Decimos “si se quiere” porque en principio el elector participante en la segunda vuelta, quien participó en la primera, no necesariamente habría considerado al sujeto electo como el de su preferencia para ejercer el cargo.

jueves, 16 de agosto de 2012

LIBERTAD DE EXPRESIÓN y DERECHO AL HONOR


LIBERTAD DE EXPRESIÓN y DERECHO AL HONOR


Morris Sierraalta Peraza

La libertad de expresión es, sin duda, un derecho fundamental, no sólo al ser humano, sino a la vida democrática contemporánea. A la persona humana sirve como elemento del desarrollo individual y social, además, ese desarrollo, por otra parte, alimenta el libre debate de ideas propio de una sociedad liberal. Sin embargo, ese derecho, como todos, no es absoluto ni supremo, por el contrario, se erige como un principio de derecho fundamental más entre muchos otros, donde debe procurar encontrar su máximo alcance en armonía y sin menguar el libre ejercicio de otros que podrían, eventualmente, llegar a tener igual o mayor importancia.

Con frecuencia se puede observar cómo acalorados debates políticos subidos de tono trascienden la esfera funcionarial para llegar a atacar personalmente a quienes ocupan el estrado público de la vida social. Ese ataque puede estar movido por un propósito altruista de mejorar las políticas públicas, que es precisamente el tipo de intención que busca proteger la garantía de la libertad de expresión; pero por el contrario, puede también ser un medio muy idóneo para quien maliciosamente desea lesionar a aquel personaje público a quien critica cubierto por el manto elástico de la libertad de expresión.

Es bien sabido que la garantía a la libertad de expresión encontró su primer gran obstáculo en la penalización de la crítica política, que criminalizaba a quienes procuraban criticar, de buena fe, las gestiones públicas. No obstante, el derecho a expresarse libremente se impuso ante esa traba que procuraban poner los funcionarios estatales en resguardo de cuotas de poder heredadas de estados absolutistas y totalitarios. También es harto reconocido que el libre tráfico de ideas debe privar antes que la majestad del poder público, pues la esencia misma de la democracia así lo exige.

Por ser lo anterior tan obvio es que no se pretende, en estas líneas, profundizar sobre un tema que goza del respaldo de los más serios juristas y de los más prestigiosos tribunales del continente y del mundo; es necesario ir más allá. Lo que se desea es arrojar al foro del debate jurídico la posible incompatibilidad de la penalización de ataques al honor de los particulares con la garantía de la libertad de expresión.

Es inútil ahondar en que la facultad libre de expresarse nutre sanamente la democracia; en que la crítica política necesita un cómodo espacio de movimiento (breathing space) que permita un desinhibido debate; en que se ha restringido la penalización de la crítica política con conceptos como el de la real malicia y la derogatoria de las leyes de desacato pero ¿dónde se dibujan los límites a la libertad de expresión cuando no se trata de ataques al honor de funcionarios públicos, sino a simples ciudadanos desconocidos por la sociedad general?

El límite más drástico a la libre expresión es la censura previa, límite que hoy, gracias al avance de la ciencia jurídica y a los logros alcanzados en materia de derechos humanos, se ha dejado atrás. Sólo se admite, de forma absolutamente extraordinaria y excepcional, el practicar la censura cuando a través de la palabra, escrita u oral, se atente seriamente contra el orden público o la seguridad de la nación.

No obstante lo anterior, no podemos dejar de lado que el ejercicio de un derecho no puede ser desmedido ni irresponsable y, en cuanto al límite de la libertad de expresión, se establece, fundamentalmente, la responsabilidad ulterior. Sin embargo se debe garantizar que el mensaje pueda ser difundido para permitir que sus receptores puedan evaluar si el contenido del mensaje amerita o no la responsabilidad que pueda acarrear, pero, más importante aun, para que pueda justificarse la sanción en una conducta ya realizada y no por realizar.

Frecuentemente se puede percibir una contradicción entre el derecho a expresarse libremente y el derecho que los sujetos tienen al respeto de su honor y reputación. Ambos son derechos humanos reconocidos y garantizados constitucionalmente, pero no son ocasionales las dudas que provoca en determinados casos de aplicación, la preeminencia de uno u otro.

Ahora bien, esa responsabilidad ulterior, cuando de delitos contra el honor se trata, se ha bifurcado en dos órdenes: civil y penal, la última de las cuales está condenada a desaparecer.

En cuanto a la responsabilidad civil puede observarse, por una parte, que se ha exigido a los medios de comunicación el deber de otorgar espacios para las rectificaciones o las réplicas que puedan solicitar quienes se sientan agraviados por las informaciones que se difunden en esos medios.[1] Parece muy verosímil esta forma responsable de reivindicación siempre y cuando el ataque al honor se produzca a través de un medio de comunicación.

Asimismo, por otra parte, es bien sabido que los daños que se ocasionen a bienes jurídicos ajenos deben ser reparados conforme a las disposiciones del Código Civil venezolano.[2] Esa reparación merece, frecuentemente, una demanda previa ante los tribunales civiles, donde debe evidenciarse el daño efectivamente causado a la reputación del sujeto, para finalmente obtener una indemnización que repare el honor o la reputación dañado, sin embargo, no se exige de forma alguna que la intención del expositor haya sido causar ese daño pues basta, para el establecimiento de la responsabilidad civil, la existencia de un nexo causal que atribuya el resultado dañoso al agente difamador, aunque su intención haya sido muy noble.

En otro orden de responsabilidades encontramos que nuestro legislador quiso fueran penados aquellos quienes en uso abusivo de la libertad de expresión lesionan el honor y dañan la reputación de algún sujeto en particular. Recordemos que se trata, no de poderosos funcionarios estatales o de personajes del foro público nacional, sino de aquel simple ciudadano sobre quien se divulgan informaciones que menosprecian, no sólo la vida profesional, sino hasta la vida personal y familiar.

Veamos algunos de los elementos del delito de difamación que pueden o no contribuir a su incompatibilidad con el ejercicio libre de la expresión.

La difamación es un delito de peligro. El delito de difamación se perfecciona con la simple potencialidad de daño, sin que el difamado tenga que probar que se lesionó efectivamente su honor o reputación. Esta disposición resulta más represiva y se atenta contra la libertad desinhibida de expresión ante el temor de una responsabilidad penal.

El delito de difamación exige un elemento subjetivo doloso. Para el perfeccionamiento de los delitos contra el honor, así como para cualquier otro delito (salvo pocas excepciones) se hace necesaria la evidencia de una intención dirigida a la causar ese daño potencial. En otras palabras, la intención del agente debe estar dirigida a exponer la reputación del difamado a un eventual daño. No es suficiente, ni siquiera, el que se obre con negligencia grave. Como se puede observar claramente, este elemento podría estar en sintonía con la conocida doctrina de la real malicia[3], la cual exige, al menos una temeraria despreocupación acerca del daño que pueda ocasionar (con la salvedad de que el delito de difamación no exige que los hechos imputados sean falsos, como se verá), lo cual la haría compatible con la forma de dolo que la doctrina ha llamado dolo eventual.

No es necesaria la veracidad de los hechos difamatorios. Es un error común de quienes no manejan la norma penal con precisión, el argumentar la verdad de los hechos como una causal de atipicidad del delito de difamación, cuando nuestra legislación no se interesa en indagar la veracidad de los hechos para entender como perfeccionado el delito contra el honor.

Salvo los conocidos casos de excepciones de la verdad[4], nuestro derecho penal no exige que los hechos imputados sean falsos, pues, tal y como ha sido explicado anteriormente, se puede bien lesionar la reputación de un sujeto con hechos verdaderos y nuestra norma penal busca proteger, estrictamente, la reputación de las personas, sea esta buena reputación merecida o no.

No siempre protege a integrantes del género humano como sujetos pasivos. La difamación en el derecho penal venezolano puede asimismo ser cometida contra la memoria de las personas. En este caso queda por determinar si la protección constitucional al honor y reputación de las personas humanas se puede extender a la memoria de aquellas después de fallecidos, aún cuando ya, jurídicamente, no sean personas humanas. ¿Será que puede justificarse una restricción a la libertad de expresión para salvaguardar la reputación de una persona humana que ya no lo es? Pues nuestro Código Penal así lo estipula.

Lo que sí no puede ignorarse es la interpretación que dio nuestro Más Alto Tribunal a los delitos de difamación e injuria, pues atribuyó a las personas jurídicas protección penal contra los ataques a su reputación en perjuicio del derecho humano a la libertad de expresión, cuestión que contradice las claras tendencias jurídicas actuales dirigidas al debilitamiento de las normas penales protectoras del honor.

La difamación es un delito de acción privada. Parece reconocer, el legislador, que el bien jurídico del honor no merece la protección incondicional del estado a través del ejercicio de la acción penal por vía del Ministerio Público, pues dejó en el ámbito privado de los sujetos intervinientes la resolución del conflicto, el cual, incluso, es transable y desistible.

En definitiva nuestra legislación penal, en lo que a la protección del honor toca, merece al menos una revisión sustancial para ajustarla a las exigencias del derecho contemporáneo de los derechos humanos. Basta echar un vistazo a algunos diarios y semanarios de circulación nacional o a algunos programas televisivos de opinión para evidenciar que el instrumento penal es insuficiente para inhibir la violación constante al honor de personajes públicos y no tan conocidos de nuestro foro nacional.

Ahora, en definitiva, la corriente dominante recomienda la derogatoria de los delitos contra el honor en beneficio de la libertad de expresión para permitir su mejor desarrollo. Tal corriente se puede observar del Informe sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre Derechos Humanos[5], así como también de la Declaración de Chapultepec adoptada por la Conferencia Hemisférica sobre Libertad de Expresión celebrada en México, D.F. el 11 de marzo de 1994[6]. Ambos instrumentos niegan tajantemente que exista compatibilidad entre los delitos contra el honor y el libre tráfico de ideas y expresiones y dan preferencia a este último sobre aquél por constituir un elemento fundamental de la libertad democrática. Es evidente que no puede menos que darse acogida, en el derecho interno, a tan autorizadas opiniones, mas es preciso tener presente que no podemos olvidar que el derecho al honor debe gozar, por su parte, de  un amparo del sistema de protección de derechos humanos.

Lo que sí es indiscutible es que los conocidos instrumentos jurídicos protectores del honor no son eficaces en su fin, pues en definitiva, el honor lesionado de un sujeto no se repara eficientemente con indemnizaciones pecuniarias, ni con réplicas ni con penas; ninguna de estas herramientas permitirá que el lesionado recupere su honor.

Es necesaria una seria investigación jurídica que busque alternativas a la protección del honor que gocen de una mejor compatibilidad con el derecho a la libertad de expresión.


[1] Artículo 58 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y artículo 9 de la Ley del Ejercicio del Periodismo.
[2] Artículo 1.185 del Código Civil venezolano.
[3] Aplicada por la Corte Suprema de los Estados Unidos de América en el caso “New York Times Co. Vs. Sullivan”
[4] El artículo 443 de nuestro Código Penal vigente exime de pena a los sujetos activos de la difamación cuando la verdad de los hechos quede establecida, pero limita esta posibilidad a tres escenarios concretos: 1. Cuando el sujeto pasivo de la difamación sea un funcionario público y los hechos imputados sean relativos a sus funciones; 2. Cuando se iniciare o hubiese juicio pendiente contra el difamado por los hechos mismos de la imputación; 3. Cuando el difamado, voluntariamente, solicite que la decisión definitiva se pronuncie sobre la veracidad de los hechos.
[5] Entre otras cosas, la comisión consideró: “…que la obligación del Estado de proteger los derechos de los demás se cumple estableciendo una protección estatutaria contra los ataques intencionales al honor y a la reputación mediante acciones civiles y promulgando leyes que garanticen el derecho de rectificación o respuesta. En este sentido, el Estado garantiza la protección de la vida privada de todos los individuos sin hacer uso abusivo de sus poderes coactivos para reprimir la libertad individual de formarse opinión y expresarla.
[6] La declaración, en su principio Diez, así como entre las contribuciones a los Diez Principios, estableció: “Ningún medio de comunicación o periodista debe ser sancionado por difundir la verdad o formular críticas o denuncias contra el poder público. …/… Además, toda limitación a la libertad de expresión y de prensa debe responder a la necesidad de sancionar la producción de un daño manifiesto, claro y presente. No es suficiente la responsabilidad objetiva ni la presunción de daño.”        

martes, 7 de agosto de 2012

BREVES NOTAS SOBRE LOS SALARIOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y SU IMPORTANCIA PARA LA FUNCIÓN PÚBLICA


BREVES NOTAS SOBRE LOS SALARIOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y SU IMPORTANCIA PARA LA FUNCIÓN PÚBLICA

Manuel Rojas Pérez*

A propósito del decreto número 8168 mediante el cual se dicta el Sistema de remuneraciones de las Empleadas y Empleados de la Administración Pública Nacional, publicado en la Gaceta Oficial número 39.660 del 26 de abril de 2011, pretendemos hacer un breve análisis de la importancia de los salarios de los servidores públicos.

            Vale decir que el presente trabajo, más que un simple análisis jurídico, pretende introducirse en temas propios de la ciencia política, y más concreto, de la gestión de políticas públicas, y cómo el tema del salario de los funcionarios públicos incide en la optimización y eficiencia o no de la organización administrativa.

El salario como pago por el trabajo humano y, por lo tanto, como vínculo económico entre las organizaciones productivas y las personas (esto es, el recurso humano) puede ser analizado desde múltiples puntos de vista. Por ejemplo, desde el punto de vista de la equidad en la distribución de la riqueza, o desde el punto de vista de la conformación de los modos de producción social, o en cuanto a las relaciones entre capital y trabajo en la economía, entre muchos otros. Las políticas relativas al empleo y el salario, además, forman parte de la agenda debatida constantemente entre gobiernos, empleadores y asalariados, y los criterios de asignación salarial son materia de negociación y regulación.

Las reglas de juego salariales expresan ciertos aspectos clave de las políticas de recursos humanos de las instituciones y, en este sentido, son indicadores excepcionalmente precisos para el diagnóstico de aquéllas.

I

El sistema salarial es un indicador muy preciso sobre las políticas de recursos humanos reales de las instituciones. Entre otros aspectos clave, en cuanto a las verdaderas reglas de juego sobre la carrera profesional, el reconocimiento al mérito y a la responsabilidad asignada. Tal sistema evidencia situaciones de equidad e inequidad en las políticas de recursos humanos, que suelen contradecir los principios y expresiones de deseos enunciados en las normas vigentes.

Este sistema salarial es un instrumento de diagnóstico de patologías burocráticas. La expresión más inmediata es la “curva salarial”, que establece mínimos y máximo salariales de cada uno de los cargos.

Recuérdese que en el caso de la función pública, el régimen salarial es un derecho del funcionario, pero el cual está limitado en razón del cargo que se ostenta.

El artículo 21 de la Ley de Estatuto de la Función Pública señala:

Artículo 23.- Los funcionarios o funcionarias públicos tendrán derecho a percibir las remuneraciones correspondientes al cargo que desempeñen, de conformidad con lo establecido en esta Ley y sus reglamentos.

A su vez, el artículo 46 destaca:

Artículo 46.- A los efectos de la presente Ley, el cargo será la unidad básica que expresa la división del trabajo en cada unidad organizativa. Comprenderá las atribuciones, actividades, funciones, responsabilidades y obligaciones específicas con una interrelación tal, que puedan ser cumplidas por una apersona en una jornada ordinaria de trabajo.

Y el artículo 54 consagra:

Artículo 54.- El sistema de remuneraciones comprende los sueldos, compensaciones, viáticos, asignaciones y cualesquiera otras prestaciones pecuniarias o de otra índole que reciban los funcionarios y funcionarias públicos por sus servicios. En dicho sistema se establecerá la escala general de sueldos, divididas en grados, con montos mínimos, intermedios y máximos. Cada cargo deberá ser asignado al grado correspondiente, según el sistema de clasificación, y remunerado con una de las tarifas previstas en la escala.

Vale decir entonces, que cada cargo tiene determinado, de manera previa, estatutariamente, sin posibilidad de negociación o acuerdo entre empleador Administración Pública y el servidor público. Esta regla es básica: la remuneración no puede ser sometida a acuerdo. Es uno de los elmentos básicos de la función pública, lo que la diferencia radicalmente del derecho laboral.

Así lo consagra la Ley de Estatuto de la Función Pública:

Artículo 55.- El sistema de remuneraciones que deberá aprobar mediante decreto el Presidente o Presidenta de la República, previo informe favorable del Ministerio de Planificación y Desarrollo, establecerá las normas para la fijación, administración y pago de sueldos iniciales; aumentos por servicios eficientes y antigüedad dentro de la escala; viáticos y otros beneficios y asignaciones que por razones de servicio deban otorgarse a los funcionarios o funcionarias públicos. El sistema comprenderá también normas relativas al pago de acuerdo con horarios de trabajo, días feriados, vacaciones, licencias con o sin goce de sueldo y trabajo a tiempo parcial.

Artículo 56.- Las escalas de sueldos de los funcionarios o funcionarias públicos de alto nivel serán aprobadas en la misma oportunidad en que se aprueben las escalas generales, tomando en consideración el nivel jerárquico de los mismos.

Imaginemos un gran tablero de ajedrez, previamente determinado por la Administración Pública, en el cual cuada cuadro tiene competencias y atribuciones distintas a otras, pero también tiene una remuneración previamente establecida por parte de la Administración Pública.

Entonces, esa estructura salarial establece los máximos y los mínimos de cada uno de los cargos según su clase (abogado, docente) y serie (abogado I, II, III, docente I, II, III) del personal, dentro de los cuales deberían hallarse sus salarios

II

Es muy difícil establecer las condiciones ideales que deberían reunir las gestiones organizativas, en especial las salariales. Sin embargo, pueden establecerse ciertas patologías para determinar si hay irregularidades en ese sistema de remuneraciones.

            Primero, que no se muestre un crecimiento regular de los salarios a medida que aumentan las responsabilidades de cada uno de los funcionarios según sus asignaciones encomendadas. Esto es, que no se responsa al principio de que, a similares tareas y similares condiciones personales y profesionales, debe haber similar retribución. Este principio lo prevé el artículo 55 de la Ley de Estatuto de la Función Pública, pero se hace ejecutable solo con la asignación efectiva de la remuneración.

            Segundo, cuando en la organización administrativa los salarios promedio entre los menores y mayores cargos y niveles son bastante similares. Aquí, no existen incentivos ni reconocimientos al progreso en la carrera, ni tampoco para asumir responsabilidades mayores. Se crea una desmotivación para ejercer la función pública.

            Tercero, que exista una incongruencia con el mercado laboral, con el sector privado. Normalmente, la Administración Pública debe tentar al ciudadano para que preste sus servicios a la Administración Pública. Para ello, se inventa la estabilidad, consagrada en el artículo 30 de la Ley de Estatuto de la Función Pública. Pero también consagra un sistema de carrera, para asegurar al funcionario que ascenderá en el transcurso de los años hasta que sea jubilado, como lo destaca el artículo 31 de la ley funcionarial. Pero, además de ello, se le ofrece al funcionario un salario, en términos comparativos mayor al del sector privado. Si no se cumple este principio, no se asegura que los posibles servidores públicos sean los mejores o los más capacitados. Y esto es fundamental asegurarlo, ya que estos prestan un servicio para toda la colectividad, e beneficio del interés general.

También es posible que las reglas de juego salariales no tomen en cuenta adecuadamente la valoración de los puestos de trabajo. Esto es muy común en la organización administrativa, en la que, a veces, lo único que se toma en cuenta son los cargos disponibles en el presupuesto y no los perfiles de los puestos en las estructuras organizativas. En estos casos, la administración salarial resulta desarticulada respecto de la administración de estructuras.


III

            Se tiene entonces que el sistema de remuneración de los funcionarios debe ser motivador. Ninguna organización eficiente en el mundo –pública o privada-se encuentran sistemas salariales inequitativos, desmotivadores y perversos.

            Un sistema público que no estimule al funcionario a hacer su trabajo de la mejor manera posible no genera dividendos en términos de rentabilidad pública. Los servicios públicos se hacen ineficientes los derechos constitucionales a la celeridad judicial y administrativa y a que el Estado de oportuna y adecuada respuesta se hace casi inejecutable.

            Luego, un sistema de remuneraciones público –no los principios rectores que establece la Ley de Estatuto de la Función Pública sino directamente la ejecución de ese sistema de remuneración al momento de dictar las tablas de salarios de los cargos- debe atender a varios elementos para ser eficiente.

            Deben ser regulares, equitativos, razonablemente crecientes según el perfil del personal y la complejidad de las competencias de cada cargo, congruentes con el mercado laboral y sobre todo, motivadoras del desarrollo de la carrera y el mérito.

La estructura salarial refleja la distribución de los salarios según los niveles de importancia de los cargos según la valoración o categorización del personal o ambos aspectos conjuntamente. Sea cual fuere el criterio de análisis, la estructura salarial permite registrar aspectos tales como cuáles son o han de ser los salarios de los niveles menores, intermedios y superiores del ámbito analizado, con qué ritmo se incrementan a medida que se asciende en los niveles o grados y, por fin, cuáles son o han de ser los salarios mínimos y máximos en cada uno de ellos.

            Vale preguntarse si en Venezuela se cumplen con estos supuestos. No es el objeto del presente trabajo hacer tal valoración. Al final de este número de la Revista podrán verificar el decreto número 8168 mediante el cual se dicta el Sistema de remuneraciones de las Empleadas y Empleados de la Administración Pública Nacional, publicado en la Gaceta Oficial número 39.660 del 26 de abril de 2011, que dio origen a este pequeño estudio.

            Ojala podamos concluir que en Venezuela se cumplen los principios básicos esenciales de un buen sistema burocrático y no tengamos las patologías señaladas, ya que eso nos llevaría a concluir que nuestra Administración Pública no es lo suficientemente eficiente que quisiéramos y que exige el artículo 141 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.



* Abogado egresado de la Universidad Católica Andrés Bello. Especialista en Derecho Administrativo por la Universidad Central de Venezuela. Especialista en Gestión de Políticas Públicas por la Universidad Nacional del Litoral, Argentina. Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad Monteávila. Director de la Revista de Derecho Funcionarial. Sub director del Anuario de Derecho Público. Directivo del Foro Mundial de Jóvenes Administrativistas, capítulo Venezuela. Autor de cuatro libros y treinta artículos en materia de derecho público. Socio del escritorio jurídico Morris Sierraalta y asociados.